Wéstern, inédito confín

Shane y Joey en una de las escenas de "Shane" ("Raíces profundas" en España)

El western es un género que ha permitido construir la fascinación y la imaginación de los espectadores, y más, cuando se han contemplado sus películas siendo niños y se ha jugado imaginando que se es uno de los héroes que aparecen en pantalla. Ahora bien, ¿qué ha construido el género en nosotros y cómo lo percibimos al contemplarlo como adultos? Aquí podemos encontrar algunas respuestas.

La dimensión mitológica del viejo Oeste es comparable a la griega. El clasicismo de ambas propuestas trasciende el imaginario colectivo y las convierte en universales, ya moren en la pradera o en el monte Olimpo.

ÉPOCA DORADA. En otro tiempo el lejano Oeste no quedaba tan lejos. Lo estaba en la punta de un Colt 45 de juguete. Unos tenían el  efecto de los mixtos a modo de leve artificio explosivo. Otros, con menos posibilidades, poseían un sencillo trinquete y simulaban los disparos con el sonido metálico al accionar el gatillo. La ciudad aún mantenía enormes zonas descampadas. A pesar del franquismo desarrollista, el campo aún lindaba con la ciudad. Se encontraban muy próximos el uno al otro. Más tarde con la llegada de la democracia, la complejidad de los tiempos modernos ligados a la presunta reducción de los plazos de transporte y la circulación automovilística, rodearon a la ciudad de cinturones de asfalto, cemento y acero que sustituyeron los contornos campestres. La frontera insomne se fue haciendo extrarradio y la naturaleza inició su regresión. Pero hasta entonces el Far West para los niños de un barrio obrero se avistaba cercano y muy excitante. El uso de las pretendidas armas de fuego eran un recurso para alentar la imaginación sostenida en aquellos parajes salvajes. Transformados en angostos paisajes durante las tardes de sábado en la pequeña pantalla televisiva en blanco y negro. Durante el verano se hacían extensos y a color en los cines a la intemperie. ¡Ah, qué triste desaparición del goce sencillo! Eran templos a cielo abierto donde el bocadillo de tortilla era un manjar digno de la glotonería de un cardenal. Envuelto en papel de estraza conservaba el calor para ese primer y ansiado bocado tibio que se ensalivaba con tanto placer. La crujiente sinfonía de pipas nutría a los espectadores no solo con el regusto especial y sabrosísimo en el paladar. También en la atmósfera de fondo con el tañido entre los dientes doblegando la cáscara tostada hasta liberar la aprisionada semilla. Las dulces alcatufas y los salados chochos son mención aparte. Eran siempre un reclamo apetecible en los puestos ambulantes próximos a la entrada. El rico sabor y la gustosa frescura estaban asegurados por los bloques de nieve que se disponían sobre aquellos. Parecían icebergs que no se derretían a pesar del intenso calor de las noches del Sur. Los grillos aún podían escucharse con su cricrí seductor y noctámbulo y las salamanquesas adheridas a la pantalla cinematográfica, permanecían inmóviles, inertes, a la pata la llana, en su mundo. Como también lo estaba el público que aplaudía la intervención de los buenos, afeaba la acción de los malos o silbaba los cortes y apagones habituales que suspendían la proyección. La interacción entre los espectadores y las imágenes era acusadamente lúdica y divertida. En esta regresión al edén perdido existe también un viaje que transcurre desde entonces y que no tiene destino definitivo. Ese plano general inicial donde la pequeña figura de un jinete cabalga solitario atravesando el paisaje hasta llegar a una población centra el misterio que envuelve su historia. Su biografía se irá desvelando en la trama, pero intuimos desde el primer momento que el desenlace que motiva su soledad le acompañará hasta el final de sus días. ¿Acaso nuestra vida no es abundar en ese camino nunca finalizado que nos empuja inexorablemente?

La épica del wéstern construye, entre otras, la arquitectura mitológica del eterno peregrino cuya búsqueda infructuosa no tiene fin ni destino previstos. En realidad es la leyenda del ser errante cuyo pasado le persigue.

LA ÉPICA DEL WÉSTERN construye, entre otras, la arquitectura mitológica del eterno peregrino cuya búsqueda infructuosa no tiene fin ni destino previstos. En realidad es la leyenda del ser errante cuyo pasado le persigue. Evidentemente existen otras variantes arquetípicas, pero la que atañe a la conciencia unipersonal en conflicto con la colectiva es la que, bajo mi punto de vista, recoge la mejor justicia poética para entender el fundamento ético y estético de los relatos literarios y cinematográficos de este género. La hondura psicológica del conficto desemboca en la violencia ajustada al reto que se presume como resolución. Sin embargo no es el final. Es una etapa más para el alma nómada que al igual que aparece de forma casi fantasmal, desaparece distanciándose del lugar al que no volverá. No existe retorno para este tipo de personajes que ponen tierra de por medio. Fugitivos acuciados por ese sinvivir que les atormenta y con el que conviven.

 

RAÍCES PROFUNDAS. En este hermoso título cinematográfico encontramos la soledad voluntaria de Shane, el nombre del pistolero errante que interpreta Alan Ladd y que también se corresponde con el título original de la película. Dirigida en 1953 por George Stevens, se fundamenta en la novela de Jack Schaefer, Rider from Nowhere, publicada en 1946 en tres entregas para la revista Argosy. Fue revisada y ampliada para su edición en libro, por Houghton Miflin, de Boston. El autor no había pisado aquellas tierras distantes de Cleveland, su localidad natal. Cuestión que como en el caso de Karl May y Emilio Salgari -aunque estos con acentuados matices aventureros- no le impidió asegurarse la creación de una historia con perfiles genuinos. Era su primera obra y la dedicó a su hijo, Carl. La redacción del guión cinematográfico -dada la bisoñez de Jack Schaefer- le fue encargado al experimentado escritor de wésterns, Alfred Bertram Guthrie, que más tarde alcanzó el premio Pulitzer. En esta encomienda del siempre meticuloso director George Stevens, estuvo asistido por otro guionista, Jack Sher, presente en el rodaje para efectuar posibles variaciones y ajustar los diálogos adicionales de su propia autoría. El director grabó las primeras  imágenes del campo de exterminio de Dachau, a 13 kilómetros de Múnich una de las ciudades más populosas de Alemania, acompañanado a las tropas norteamericanas. La veladura del terror nazi se mostraba al mundo y su sacudimiento fue, y sigue siendo, estremecedor. Este hecho le marcó y a partir de entonces su personalidad se hizo más reflexiva y el propio trabajo cinematográfico maduró. Recordemos sus inicios como ayudante de dirección o su faceta de director de fotografía de las películas de El gordo y el flaco. Esta experiencia acumulada y sapiencia visual se denota de manera sugerente en la minuciosidad de sus trabajos filmográficos. Posteriormente fue director de las peliculas protagonizadas por Fred Astaire, acompañado o no por Ginger Rogers, y de acción y comedia como Gunga Din -1939- en la que interviene Gary Grant, La mujer del año -1942-, con la pareja Spencer Tracy y Katharine Hepburn y El amor llamó dos veces -1943-, con Jean Arthur y Joel McCrea. Pero fue en la decada de los años cincuenta donde dejó su extraordinaria impronta con títulos como Un lugar al sol -1951-, la citada Raices profundas, Gigante -1956- y El diario de Ana Frank -1959-.

 Las leyes de los hombres se diluyen en la belleza salvaje del vasto territorio donde no existe frontera definida. Es pórtico en el corazón exiliado de aquellos que ponen tierra de por medio a uña de caballo sin volver la vista atrás.

LA CONTIENDA entre ganaderos y colonos tiene como antagonistas a Shane y Jack Wilson, interpretado por Jack Palance. El primero fugitivo de su pasado. El segundo asesino a sueldo de los hermanos Ryker, cuya pretensión es que el valle sea en exclusiva para el pasto del ganado. La concurrencia de ambos obliga al primero a enfrentarse con aquello de lo que huye. Mas no le servirá para encontrar otro camino distinto a su propia deriva existencial, que parecía reconducirse en el lar hospitalario de la granja de Joe Starret y su esposa Marian, a los que dan vida Van Heflin y Jean Arthur. Trabaja y vive con ellos ante la mirada admirativa del hijo del matrimonio, Joey, que encarna Andre Brandon de Wilde. Es una historia de diálogos realmente interesantes, pero sobre todo de silencios elocuentes y de contención equilibrada y sostenida en la interpretación de Alan Ladd. De ahí que todas las ramificaciones de la historia, incluida la amorosa, posean cierta distancia psicológica que adiciona al argumento matices celebrados para el espectador. En realidad el tempo de la película tiene como fiel de la balanza la búsqueda de la propia identidad y las dificultades que entraña. Los paisajes de rodaje, entre otros y muy especialmente de Grand Teton National Park y el valle de Jackson Hole, en Wyoming, tomados por el objetivo gran angular, profundizan en esa pretensión de lugar idílico, destino y fin de sus hacedores, ya sean ganaderos o colonos. Un espacio donde irrumpe la personalidad de un extraño forastero. Su actitud se muestra desde un primer momento catalizadora de los acontecimientos que se desarrollarán posteriormente. Su participación es inevitable. Marca un estilo, una forma de proceder y atender ante las expectativas e irradia un aura especial. Pareciera un enviado de la providencia para enderezar los entuertos que suceden en el valle y en el pueblo de una sola calle donde se reúne el clan ganadero. La banda sonora de Victor Young es guadamecí de riquísimo cuero adobado y adornado de pintura y relieve sonoros. Descripción en picado dentro del propio entramado escénico. El vínculo entre imagen y música eleva al espectador hasta situarlo en testigo emocionado de la historia. Las imágenes iniciales, a la par que se despliegan los títulos de crédito y la melodía acompaña el descenso al valle del solitario jinete, nos hablan de un paraíso desconocido y perdido entre montañas. Aunque toda belleza ignota guarda en sí el interrogante de su descubrimiento. El compositor de películas como Río Grande -1954- y Johnny Guitar -1954- deja en el aire de la posteridad un canto de grandeza para el hombre y la panorámica  de la naturaleza que avista y a la que desafía. Sam Peckipah, director de películas como Grupo salvaje, calificó esta obra cinematográfica como el mejor wéstern de la historia del cine. El encuadre de la historia la establece Joey. Desde su mirada infantil recoge la cosmovisión de un espacio de confrontación, pero también de redención. El hombre con el pasado pegado a sus talones se evaporará como llegó. Diluyéndose en la oscura noche como un ángel expulsado del paraíso. Sin pena ni gloria. Tampoco cabizbajo ni meditabundo. Aunque sí discreto, enigmático, desprendido, mas sabedor que nadie escapa de sí mismo y consciente de su inexorable huida. La aparente predestinación se topa con el esquivo y libre albedrío del viajero anónimo. Nada está escrito u ordenado en el alma atormentada que se rebela y emprende, una vez más, el camino que abraza la libertad dolorida. La dirección que toma hacia ese lugar sin nombre tiene una sola latitud: el Oeste. Las leyes de los hombres se diluyen en la belleza salvaje del vasto territorio donde no existe frontera definida. Es pórtico en el corazón exiliado de aquellos que ponen tierra de por medio a uña de caballo sin volver la vista atrás. Por más que la voz de nuestra niñez clame con agitación su vuelta, él no volverá. El hombre que somos hoy también grita en su  interior a aquel fugitivo que cabalga envuelto en sombras. La remembranza de otra vida más auténtica, de valores y principios forjados en la adversidad, inmarcesible en la memoria fílmica y vital, nos devuelve al verso de Arthur Rimbaud,"¡Qué vida! La verdadera vida está ausente. No pertenecemos al mundo". ¡Shane, vuelve, Shane..!

* Pedro Luis Ibáñez Lérida es escritor, poeta y comentarista literario.