La otra lección que Jesse Owens dio en las olimpiadas de 1936: su amistad con Luz Long, el alemán que ganó la medalla de plata
El 4 de agosto de 1936 el atleta afroamericano Jesse Owens voló en Berlín durante la prueba del salto de longitud y obtuvo su segunda medalla de oro de los juegos olímpicos. El público alemán enmudeció y Hitler, que lo había observado todo desde el palco de honor, no pudo ocultar su enfado. Había querido demostrar con aquellos juegos la superioridad de la raza aria y, con ello, se habían hundido sus objetivos. Le quedó, eso sí, el consuelo de haber demostrado el poder económico de Alemania con los fastos que había dedicado a los juegos. Y que Goebbels, con su servicio de propaganda, lograra tapar ante el mundo las miserias del país y mostrara una nación próspera en que todos vivían felices. En la que no había persecuciones. Ni marginación. Ni pobreza.
En la prueba de ese 4 de agosto quien quedó detrás de Jesse Owens fue Carl Ludwig Long, más conocido como “Luz Long”, el hombre que, con su altura, su cabello rubio y sus ojos azules, estaba destinado a encarnar el deseo ario de Hitler. De hecho, pocos estuvieron tan cerca de vencer a Jesse como él. Llegó incluso a batir el récord olímpico en varias ocasiones, pero, al final, Owens realizó el salto que le llevó a la victoria y con el que demostró que estaba a un nivel que muy pocos pueden alcanzar. Y no quedaría la cosa allí: el 5 de agosto, en la carrera de los 200 metros, conseguiría su tercera medalla de oro. Y el día 9, en la de relevos, la cuarta.
Luego, los juegos terminaron. Y sucedió algo que nadie hubiera imaginado: Luz y Owens forjaron una amistad que acabó poniendo en tela de juicio todas las teorías que Hitler había tratado de propagar. De hecho, ya al terminar la prueba los dos se habían abrazado y habían dado una vuelta de honor al estadio ante las miradas atónitas de un sector del público que no entendía lo que estaba haciendo su compatriota. Como dijo Owens años después: “tuvo mucho coraje al confraternizar conmigo delante de Hitler”.
Desde entonces Owens y Luz se enviaron regularmente cartas. Y su relación se mantuvo aún a pesar del estallido de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, la última carta que Luz escribió la mandó desde la misma línea de frente. Y en ella le hizo una petición: que si moría, contactara con su hijo, Kai Long, y le hablara de todo lo que había hecho su padre. Algo que resultó premonitorio porque, poco después, durante la defensa de Sicilia, Luz recibió terribles heridas. Y aunque intentaron salvarle, murió pocos días después.
Tras saber del destino de Luz, Owens se prometió que algún día cumpliría con lo pedido. Y cuando tiempo después viajó a Berlín, se puso en contacto con el hijo de Luz (encuentro que, por cierto, se registró en el documental “Jesse Owens regresa a Berlín”, de 1966). Y, entonces, le habló de su padre y lo que había significado para él, entablando tan buena relación los dos que cuando Long se casó, Owens se convirtió en su padrino de boda.
Jesse moriría en marzo de 1980. Tras haber dejado una gesta para la historia que logró amargar los planes de Hitler. Pero también tras haber entablado una amistad que resulta emocionante en dos hombres de culturas tan distintas. “Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané y, ante la amistad de 24 quilates que hice con Luz Long, no valdrían nada”, llegó a decir. Hablaba, además, teniendo muy presente lo que había sentido al volver a Estados Unidos. "Cuando regresé a mi país, después de todo eso sobre Hitler, no podía montarme en la parte delantera del autobús. Tenía que entrar por la puerta de atrás". De hecho, como Owens se encargó de recordar, Roosevelt ni siquiera le envió un mensaje para felicitarlo. A fin de cuentas, él era de raza negra. Algo que, como sabía bien, también en los Estados Unidos del año 1936 implicaba ser un ciudadano de segunda fila.