La “anti” novela histórica de masas: Umberto Eco y 'El nombre de la rosa'
Seguramente Umberto Eco nunca imaginó la fama mundial que iba a tener El nombre de la rosa. A la altura del año 1980, fecha de la publicación, era un respetado profesor que trabajaba en la Universidad de Bolonia y hacía ya un cuarto de siglo que había presentado su tesis de doctorado, El problema estético en santo Tomás de Aquino. Contaba, además, con varios libros sobre filosofía y semiótica, se había acercado a la literatura y a los experimentos de llamado Gruppo 63, y mantenía un gran interés por la cultura de masas. Tres circunstancias clave para entender el éxito que tendría El nombre de la rosa, pues, sin la suma de ellas, no se entendería lo personal de su enfoque.
En la obra Eco narraba las peripecias de fray Guillermo de Baskerville y su discípulo Adso de Melk, alojados en una abadía en donde iban sucediéndose asesinatos mientras se preparaba una reunión entre los franciscanos y los delegados del Papa para debatir sobre la pobreza apostólica. Trama esta que, al principio, le costó a su autor desarrollar, pues tras escribir las primeras páginas decidió, por un año, abandonar la obra. Principalmente, porque sentía que debía profundizar más.
Sean Connery en la adaptación cinematográfica de Jean-Jacques Annaud (1986)
No era extraño aquello. Eco había escrito ya varios libros de investigación y quería construir su novela bajo los mismos principios, con paciencia e hilvanando previamente cada detalle de la estructura en donde se sustentarían sus ideas. Investigó, por ejemplo, la arquitectura del medievo, para así determinar la planta de la abadía y las distancias; además de, por supuesto, la estructura de su famoso laberinto, en la que estuvo trabajando unos tres meses (para su biblioteca, por cierto, realizó también un largo listado de libros posibles). Hasta dibujó un plano para poder calcular la longitud de los diálogos según el tiempo que tendrían sus personajes para recorrer la distancia de un lugar a otro. Todo ello, junto a otros detalles más comunes en la novela histórica y relacionados con la cronología y el año en donde sucede todo, 1327. Así, por ejemplo, cuidó que la trama coincidiera con la estancia del franciscano Miguel de Cesena en Avignon y con las fechas habituales a la matacía del cerdo, pues así podía dar forma a una de las escenas más conocidas de la obra.
Sin embargo, estos eran solo los detalles. El escenario que debía servir para su verdadero objetivo: realizar con El nombre de la rosa un tratado de erudición sobre el medievo, en donde abundaban las citas de textos religiosos (el Cantar de los cantares, por ejemplo, además de textos de San Bernardo y Jean de Fécamp…), los debates sobre la razón; y las recreaciones de los conflictos teológicos existentes entre franciscanos y dominicos en aquel contexto de luchas religiosas y cismas. Todo, con un dominio absoluto de la filosofía medieval (incorporando, además, pensamientos modernos e incluso ideas de contemporáneos como Wittgenstein). Y así lo presentaba a los lectores del siglo XX, añadiendo algunas ironías y homenajes, un tanto envenenados, como el que hizo a Jorge Luis Borges a través de su personaje Jorge de Burgos, el ciego y venerable monje que resulta crucial para la resolución final de la trama.
F. Murray Abraham, Michael Lonsdale, Sean Connery, Umberto Eco y Jean-Jacques Annaud durante el rodaje de la película
Al final, El nombre de la Rosa se convirtió en una de las obras más influyentes del siglo XX; una compleja novela destinada a formar parte de la cultura de masas. Principalmente porque, tras esa erudición, había una historia fascinante que años después el director Jean-Jacques Annaud supo pasar al lenguaje cinematográfico con una adaptación muy elogiada que ayudó a consolidar la fama de la obra.
Nadie ha podido, desde entonces, escribir otro título como El nombre de la rosa. Ni siquiera Umberto Eco. Porque aunque utilizó una fórmula similar para libros como El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994) o El cementerio de Praga (2010), ya esta no le volvió a funcionar. Seguramente, porque nunca buscó de forma obsesiva el éxito. O, tal vez, porque sabía que no siempre las ironías funcionan. No en vano, que el libro tuviera tanta fortuna entre los seguidores de las tramas policíacas le resultaba, ciertamente, irónico. A fin de cuentas, estamos hablando de un título en donde, como él mismo señaló, “se descubre muy poco” y, al final, “el detective es derrotado”. Aunque, igual, sea una derrota fascinante.