Madame Bovary: la insatisfacción, el deseo y la búsqueda de la libertad femenina
"¡Oh!, ¡es que te quiero! -replicaba ella-, te quiero tanto que no puedo pasar sin ti, ¿lo sabes bien? A veces tengo ganas de volver a verte y todas las cóleras del amor me desgarran. Me pregunto: ¿Dónde está? ¿Acaso está hablando con otras mujeres? Ellas le sonríen, él se acerca. ¡Oh, no!, ¿verdad que ninguna te gusta? Las hay más bonitas; ¡pero yo sé amar mejor! ¡Soy tu esclava y tu concubina! ¡Tú eres mi rey, mi ídolo! ¡Eres bueno! ¡Eres guapo! ¡Eres inteligente! ¡Eres fuerte!"
Quien habla aquí es Emma, la protagonista de Madame Bovary. Una mujer que ha pasado su juventud leyendo novelas románticas hasta creer, cual Quijote, que puede trasladar lo que se cuenta allí a la vida real. Y que se casa con un médico, enamorada, creyendo que hallará en el matrimonio los excelsos sentimientos que tanto han logrado ilusionarle. Para luego descubrir que su marido, apático y dócil, no le hace sentir nada de lo que aparece en los libros. Y que la vida de casada a la que acaba de llegar no hace otra cosa que decepcionarle.
Gustave Flaubert estuvo cinco años escribiendo Madame Bovary. Y, desde el principio, tuvo claro que quería hacer algo que superase todo lo que había publicado anteriormente. Para ello se apartó del mundo para que todo a su alrededor girase en torno a la novela. Escribía y deshacía lo que no le gustaba para luego volverlo a escribir. Siempre cuidando, tenaz, el lenguaje, a la búsqueda de, como tantas veces se ha dicho al referirse a su estilo, “la mot juste” (“la palabra exacta”). Porque quería plasmar la excelencia de la poesía en la prosa y contestar a una idea, muy habitual en su tiempo, que decía que la novela estaba por debajo de la poesía. Que, incluso, era un género “plebeyo” en comparación. Y el resultado de todo ello fue una obra de una musicalidad exquisita y distinta, como demuestra cada uno de sus fragmentos.
También, por supuesto, el argumento partía de una idea: debía ser atractivo y ofrecer esos tonos de subversión y rebeldía que gustaban a Flaubert y que ya había demostrado en su juvenil “Memorias de un loco”. No llegó, por supuesto, al nivel de otros contemporáneos malditos, que se las vieron con los tribunales franceses, como le sucedió a su compatriota Baudelaire. Pero sí lo suficiente para que le llevaran la obra a juicio (a la par, por cierto, que “Las flores del mal”), por atentar contra la moral y las costumbres. Eso sí, Flaubert, a diferencia del poeta, esquivó la pena del tribunal.
Y es que Emma representaba la libertad. Y de un modo para el que muchos no estaban preparados, porque ella buscaba la satisfacción de sus deseos. Porque, al decepcionarse de su marido, no decidía quedarse en casa y aceptar las circunstancias, como se exigía a toda mujer casada en aquel momento, sino que iba a la búsqueda (muchas veces desesperada) de ese amor ideal que había leído en los libros, en ese mundo perfecto de lujos y finales felices. Y volvía a soñar con los siguientes hombres que conoce. Hasta que, al final, se veía derrotada por la mezquindad que la rodeaba, las trabas que se le ponía a las mujeres de su tiempo, los prejuicios y los mismos sueños. Y es que, por algo se considera la obra de Flaubert como la que mejor representa el realismo literario del XIX, aunque Mario Vargas Llosa haya preferido considerarla como la novela que completa el romanticismo de su tiempo.
Madame Bovary fue, pues, la obra de mayor éxito de Flaubert. Luego, llegaron otras, de alta calidad también, pero que ya desarrolló en un ambiente más adverso. Porque, tras vivir una existencia cómoda, por su posición social y su influencia familiar –si logra criticar en Madame Bovary de forma tan profunda a la burguesía francesa es porque la conocía bien-, le llegaron los reveses económicos y, algo que le desesperó, los fracasos literarios. Y todo, pese a que mantuvo en sus siguientes libros mantuvo ese cuidado proceso de escritura que le llevaba a buscar las palabras exactas.
Cuando Flaubert falleció, a los 58 años, un 8 de mayo de 1880, lo hizo consciente de que Madame Bovary era la obra que mayor prestigio le había dado, aunque no tuvo la oportunidad de descubrir que había creado uno de los clásicos más leídos, no solo de su siglo, también del siguiente. Porque desde su publicación los lectores, generación tras generación, han querido conocer a Emma, adentrarse en sus porqués y en sus pensamientos, y viajar página tras página en compañía de esa mujer que pudo haber sido muchas otras, pero que no pudo por el mundo que le tocó vivir. Una mujer a la que los sueños rebeldes pasan factura. Otro de esos fantásticos seres quijotescos que ha dado la literatura y a los que la realidad acaba cortando todos sus sueños.