jueves, 21 de noviembre de 2024 00:00h.

A cincuenta años de la muerte de Jim Morrison: el poeta al que Nietzsche mató

Es una de las figuras  más importantes de la música del siglo XX. Uno de esos iconos que ha logrado trascender varias generaciones con sus canciones y su poesía. Un nihilista autodestructivo, pero también un poeta sensible y romántico. Y este 3 de julio se cumple medio siglo de su extraña muerte, en París, cuando contaba 27 años.

El 3 de julio de 1971 Jim Morrison apareció muerto en la bañera de su casa en París. Tenía veintisiete años. La misma edad a la que pocos meses atrás habían fallecido Jimi Hendrix y Janis Joplin. “Estáis bebiendo con el número tres”, se dice que había afirmado en un bar a un grupo de conocidos cuando le habían comentado sobre esas muertes. Aunque, en el fondo, creyera que nunca le pasaría nada. Que seguiría siendo joven, fuerte e inmortal. Ese “rey lagarto” que podía hacerlo todo (“I’m the lizard king/I can do anything”, decía). Pero ese 3 de julio su corazón no lo resistió más y quedó allí, inerte, tras una noche de excesos. Sería su novia Pamela Courson quien lo encontraría a la mañana siguiente.

Jim Morrison había encarnado como muy pocos la rebeldía y la libertad de los años sesenta. Pero lo había hecho desde el lado de la contracultura y tratando de no seguir ningún convencionalismo. Una anécdota: cuando al terminar sus estudios sus padres le preguntaron qué regalo quería, este les pidió las obras completas de Nietzsche. Autor al que leyó siempre con avidez, como leyó también a otros muchos que le permitieron configurar su mundo, especialmente, los escritores de la Generación beat, y muy concretamente, Jack Kerouac. A la música llegó, sin embargo, por casualidad; cuando estando en la playa de Venice, a la que había ido para escribir poesía, se encontró con un compañero de universidad llamado Ray Manzarek. Fue entonces cuando le cantó Jim una canción que había escrito, “Moonlight Drive”, y decidieron formar una banda que acabó llamándose “The Doors”, en alusión a un verso de William Blake.

De este modo Jim encontró un modo de desarrollar sus talentos compositivos y construir su arte. Aunque, siempre, aupado por sus compañeros. No conviene olvidar, por ejemplo, que su primer gran éxito, “Light My Fire” lo escribió al completo su guitarrista Robbie Krieger; ni tampoco que esas canciones dependían mucho de los ritmos de batería de John Densmore y, sobre todo, del teclado de Ray Manzarek, que dio a la banda un sello original, elegante y distintivo. Y por eso, todos sus discos son el resultado de un talento conjunto. Desde ese primer álbum que sorprendió en 1967 y que llevaba el nombre de la banda, a los que le sucedieron: Strange Days, Waiting for the Sun, The Soft Parade (menos inspirado, pese a ofrecer igual grandes canciones), Morrison Hotel y el L.A. Woman, de 1971.

Pero eso no quita que Jim fuera el líder de The Doors (luego de su muerte los demás miembros sacaron otros discos, pero en ningún momento lograron acercarse a la excelencia de los anteriores). Él era el hombre que hablaba en las entrevistas. El hombre que dejaba las letras que más asombraban a sus oyentes. El hombre polémico al que buscaban los periodistas, deseosos de arrancarle un titular. El hombre  que representaba la desobediencia. Que había escrito las letras irreverentes de “The Unknown Soldier” o “Five to One” y de una serie de temas con que se atrevió a tratar cuestiones prohibidas o poco exploradas. “The End”, por ejemplo (tema que, por cierto, volvería a popularizar años más tarde Francis Ford Coppola, compañero de Morrison en la universidad, al utilizarla para su Apocalypse Now).  

Esa canción acabaría simbolizando el fin del propio Jim. Sobre todo, la frase que decía: “Mi único amigo, el final”. Y es que así fue su última noche. En París, alejado de su hogar, y bajo unas circunstancias que acrecentaron su leyenda, pues, en realidad, nunca quedó clara la causa de su muerte. El médico que le trató dijo que había sido un infarto, pero nunca se le realizó una autopsia. Y esto alimentó rumores y posibilitó numerosas historias. Una de ellas decía, incluso, que Jim había fingido todo y que algún día regresaría y contaría la verdad.

Su novia Pamela, a la que había dedicado varias de sus letras (“Veo que tu cabello arde/Las colinas se incendian/Si te dicen que nunca te amé/Sabes que mienten”, le cantaba en “LA Woman”), heredó todos sus bienes. Ella fue la que dio los poemas inéditos de Jim a Michael McClure para que los publicara. Y siguió llamándole su marido, aunque nunca se hubiera casado, hablando de él en presente, como si estuviera vivo. Sin embargo, no fue así por mucho tiempo. Porque, antes de que pasaran tres años Pamela falleció como consecuencia de una sobredosis. A los 27 años, como él.

Así vivió Jim Morrison. En un camino (como Kerouak) que le llevó a ser ese “rey lagarto” salvaje que desobedecía y se rebelaba contra todo. También, contra sí mismo. Como dijo Ray Manzarek en una ocasión: “Nietzsche mató a Jim Morrison”. Porque, en su experimentación constante, en su deseo de romperlo todo, en su deseo de filosofar a martillazos, realizó un doloroso viaje, muchas veces desde el individualismo y la soledad, que le pasó la peor de las facturas. Aunque le quedara, al menos, el aura de inmortalidad, poesía, música y belleza de su arte. Y quedara, para la historia, siempre joven.