Búsquedas a contracorriente: Ramón J. Sender en el 120 aniversario de su natalicio
Tal día como hoy, un 3 de febrero de 1901, nacía en Chalamera (Huesca) el escritor Ramón J. Sender, sin duda, el más destacado que dio Aragón en el siglo XX. Fue candidato al Premio Nobel y autor de obras como Réquiem por un campesino español y Crónica del Alba. Aquí repasamos su vida y tratamos de entender algunas de sus contradicciones y sentimientos.
Era 1918. Tenía 17 años, estaba en Madrid y dormía en los bancos del retiro. Había llegado allí con la ilusión de conocer la vida bohemia de la capital española. La misma que se le había aparecido en las historias que había escuchado hasta entonces en Zaragoza, en donde había realizado sus estudios de bachiller, se había hecho anarquista, había trabajado como mancebo de botica y había publicado sus primeros escritos. Sí, la capital aragonesa le había reservado algunas historias que luego plasmaría en algunos de sus libros, pero esperaba que el Madrid de los cafés de la calle Alcalá y las tertulias políticas y culturales pudiera darle muchas más. Las suficientes, al menos, para que mereciera la pena pasar las noches en los bancos del retiro.
Ya desde muy pronto Sender había sido un voraz creador de fantasías; un buscador de héroes, causas y razones que le motivasen y paliasen la soledad. En parte, eso había sido lo que le había llevado a estudiar Letras y desplazarse a Madrid, sabiendo que aquello iba a exasperar a su padre, que había deseado que su hijo se hiciese abogado. Hasta que un día el progenitor, harto de los rumores que le llegaban, decidió ir a buscarle para llevárselo de nuevo a Huesca. Lo hizo, además, con la idea de encargarle la realización de un periódico cuyos primeros números debía escribir en su totalidad, de la primera a la última línea. Y aún había una sorpresa más: aquel periódico –La Tierra, se llamaría- debía servir de órgano de propaganda de las derechas altoaragonesas.
Pese a ser un joven de izquierdas que nunca había querido formar parte de los círculos políticos de su padre, tuvo que escribir artículos que favorecían la causa de los conservadores en las disputas electorales que sostenían con los republicanos y liberales de la provincia oscense.
De este modo Sender vivió una de esas primeras grandes contradicciones a las que se vería arrojado por culpa de las circunstancias: pese a ser un joven de izquierdas que nunca había querido formar parte de los círculos políticos de su padre, tuvo que escribir artículos que favorecían la causa de los conservadores en las disputas electorales que sostenían con los republicanos y liberales de la provincia oscense. Claro, que no descuidó su yo más literario, y aún tuvo tiempo para escribir una pequeña novela llamada Una hoguera en la noche, que ambientó en la guerra de Marruecos pese a que todavía le faltaba algún tiempo para vivirla. Solo cuando, al rechazar la propuesta de su padre, que le ofrecía tirar de contactos para obtener un buen destino en el servicio militar, pudo conocer de primera mano lo que hasta entonces había sido una fantasía.
Y es que Ramón J. Sender fue un hombre que a quien los idealismos y sueños –así como la cabezonería- le hicieron ir muchas veces a contracorriente, a veces, hasta de sí mismo. Lo demostró cuando publicó Imán, su primera novela de importancia, en la que hizo un alegato en contra de las guerras, desmitificó el espíritu heroico y belicista que impregnaba el discurso más nacionalista y trazó un duro retrato de algunos de los hombres que había conocido en Marruecos. Luego, siendo un destacado antimonárquico, realizó en Siete domingos rojos una de las críticas más duras que recibió la República en sus primeros años de existencia. Y más tarde, en las fechas en que podría haberse convertido en uno de los intelectuales más destacados del anarquismo decidió abandonar a sus compañeros y acercarse al mucho más minoritario (aunque creciente) Partido Comunista. Claro que el inquieto e irreverente Sender tampoco se quedó allí. Al final, decidió romper con este de un modo tan poco amistoso que durante muchos años estuvo convencido de que, en cualquier momento, algunos de sus dirigentes podrían planear un atentado contra él.
Ramón J. Sender fue un hombre que a quien los idealismos y sueños –así como la cabezonería- le hicieron ir muchas veces a contracorriente, a veces, hasta de sí mismo.
Tras ello, ya no volvió Sender, cada vez más prudente y escéptico, a formar parte de ningún grupo político, como pudieron comprobar quienes le vieron en su regreso a España, en 1974, tras 35 años de exilio. Una visita que sorprendió a sus conocidos, pues en sus encuentros personales y epistolares había reiterado una y otra vez que nunca iría allí mientras Franco estuviera vivo. Y así, de hecho, lo había demostrado en la que para cualquier autor hubiera sido una oportunidad difícilmente eludible: la ceremonia de entrega del Premio Planeta, que ganó en 1969. Pero, sin embargo, en 1974 los prejuicios se deshicieron frente a las ilusiones y decidió aceptar las invitaciones que le hicieron para realizar distintas conferencias por España. A las que, por supuesto, acudieron muchos jóvenes de izquierda que, en su imaginación, llegaron a creer que aquel escritor iba a protagonizar algún acto en contra de la Dictadura y sumarse a la lucha que estaban sosteniendo.
Pero Sender en aquel momento estaba atento a otro tipo de emociones: las que le brotaban de la nostalgia. Las mismas que sentía mientras recorría los paisajes que había dejado atrás al cruzar la frontera francesa en 1939, separándose de sus hijos y consciente de que su esposa y su hermano habían muerto asesinados bajo las balas franquistas. Recuerdos que había guardado en su mente y que había recreado, directa e indirectamente, en algunos de sus libros durante el exilio, y que en el viaje aparecieron con una intensidad que le impactó. Más aún, cuando halló el calor de sus viejos compatriotas y descubrió el interés que despertaban sus libros (algunos, como Imán, se vendían en librerías de segunda mano a precios prohibitivos). Todavía dos años después le afloró algo de todo ello cuando al final de la entrevista que le hizo el programa “A fondo” de Televisión Española, estuvo a punto de romperse con las palabras que le dedicó su presentador Joaquín Soler Serrano, tanto, que ni siquiera fue capaz de completar su respuesta de agradecimiento. Las emociones, a fin de cuentas, son difíciles de calcular. Y nadie sabe en qué dirección mueven a los seres humanos.
Falleció, de forma inesperada, poco después, el 16 de enero de 1982. Sin haber dejado nunca de escribir y dejando una obra extensísima que ofrece algunos de los mejores títulos de la literatura española del siglo XX. Todo, para el disfrute de un buen montón de lectores, presentes, pasados y futuros, que supieron emocionarse con las historias de Pepe Garcés y Valentina, Paco el del Molino (un alter ego, seguramente, del hermano de Ramón, Manuel Sender) o el soldado Viance. Libros en donde importaban, y mucho, los héroes; en que se asistía, con pena, a la pérdida de la inocencia de la niñez, y se observaba la perplejidad del ser humano al encontrarse ante un mundo egoísta, irreflexivo y violento. Algo que, según aparece muchas veces en sus obras, condena a los seres humanos a la soledad, pese a que igual persista la creencia de que debe seguir buscándose el amor. Otra de las máximas que sostendría siempre.