Cartas a Clara: el amor de Juan Rulfo
Tradicionalmente los biógrafos han tratado las tragedias y tormentas interiores de Juan Rulfo (1917-1986). Recuerdan su triste infancia, la violencia que sufrieron los suyos, sus inseguridades como escritor o sus problemas con el alcohol. Las cartas que escribió a su pareja Clara Aparicio durante el noviazgo y los primeros años del matrimonio logran, sin embargo, matizar esta imagen. En ellas muestra su lado más íntimo y sensible, confiesa su amor absoluto y ve en su futura esposa la luz que compensará su vida de tristezas. Hoy, aniversario de la muerte de Juan Rulfo, las recordamos.
Fue en junio de 1923. Un joven llamado Guadalupe Nava entró con sus reses en las tierras del hacendado Juan Nepomuceno Rulfo, quien, al verlo, le increpó advirtiéndole de que no tenía permiso para pasar por allí. Los dos empezaron a discutir y, finalmente, el joven se marchó. Horas después, Guadalupe regresó con un arma y descargó sobre Rulfo un balazo mortal en la nuca. Fue el fin de la infancia feliz que había tenido su hijo Juan y el inicio de una serie de pérdidas que marcaron su desarrollo, incluida, la de su propia madre. “De los seis a los doce años solo vi muertos en mi casa”, diría en una entrevista. “Asesinaron a mi padre, a los hermanos de mi padre, a mis abuelos: era una casa enlutada”.
En los años siguientes Juan Rulfo pasó por el mundo del seminario y por el ejército, pero aquello no le satisfizo. Sí, en cambio, los libros, sus grandes aliados. Escribía, sin que todavía se atreviera a publicar, y desempeñaba oficios que no le gustaban. Hasta que un día conoció a Clara Aparicio, su futura esposa, y se sintió inmediatamente atraído por ella. En 1944, tras un tiempo buscándola, logró expresarle sus sentimientos y ambos empezaron a cartearse. Ella tenía 16 años; él 27 y estaba aún tocado por las malas experiencias de su vida y orfandad, pero estaba dispuesto a convertir a Clara en la luz de su mundo.
La primera de las misivas, que como todas las del noviazgo, tuvo que pasar por la mirada vigilante de los padres, empieza con un poético “Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre (…) Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba. Se respira en las hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua. Clara: corazón, rosa, amor…”. Máximas que repetirá luego, presentándola como la única mujer capaz de significar para él tanto como su madre. “Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña”; “Yo pondría mi corazón entre tus manos sin que él se rebelara”; “Aquí está haciendo de las suyas el frío; pero yo estoy enamorado y a los enamorados no nos hace fuerza nada”; “Por lo pronto, me puse a medir el tamaño de mi cariño y dio 685 kilómetros por la carretera. Es decir, de aquí a donde tú estás. Ahí se acabó. Y es que tú eres el principio y fin de todas las cosas”. Y cuando menciona la espera de tres años que le ha impuesto Clara para el matrimonio, al ser ella adolescente, comenta: “Con todo, tres años no son nada. No son nada para los muertos ni para los que han asesinado lo que aman”.
Fotografía de la boda de Juan y Clara
Al final, la boda de Clara y Juan se celebró en el templo de El Carmen, en Guadalajara, el 24 de abril de 1948, pero eso no significó que Juan abandonase las cartas o que dejara de mostrar su amor y complicidad. “No sabes de qué modo tan raro te extraño a ti y a ese pedacito de ti igual de travieso a ti”. Además, se hacen más evidentes los consejos directos a Clara y, sobre todo, sus peticiones de apoyo: “cada vez es más fuerte mi tendencia a abandonar este trabajo (…)No sabes la confianza con que me enfrentaré a la vida estando tú conmigo, de parte mía”. “Es el desaliento en que me hundo del que hay que defenderse. Ayúdame a librarme de ellos, mujercita mía. Ayúdame a encontrar el descanso”.
Rulfo, además, comenta las primeras ideas de la que debía ser su primera novela, Pedro Páramo, tras los cuentos de El llano en llamas (1953), en donde ya hacía evidentes su visión desesperanzada del mundo y su interés por los años de la Revolución mexicana. Tarea esta que le resultaría larga a difícil y le llevaría a pedir a Clara ánimo muchas veces, buscando su consuelo y apoyo para la difícil tarea de escribir. Pero, cuando al fin logró terminar el texto, se sintió orgulloso del resultado: ese era el libro que había guardado siempre en su interior, el reflejo de sus fantasmas de su infancia y juventud. Esa fantasía libre que, tras publicarse en 1955, logró conquistar a autores como Borges, García Márquez y Octavio Paz.
Pedro Páramo, sin embargo, vació a Rulfo. Sintió que no podría escribir nada de la misma calidad y eso supuso para él una constante presión. Así, aunque llegó a completar una obra más, El gallo de oro, no quiso publicarla por no ser lo que buscaba. Como tampoco lo fueron los muchos textos que luego destruyó tras considerarlos poco originales (al respecto, decía a su esposa para excusarse: “Ay, mamacita, me volvió a salir Pedro Páramo”). Además, como sufría de alcoholismo, decidió iniciar un duro tratamiento de electroshock que, dicen, acabó quitándole todo deseo de crear historias. Finalmente, abandonó las novelas y se refugió en la fotografía y otros oficios menos sometidos a las críticas para pasar así más tranquilo sus últimos años. Fallecería en Ciudad de México el 7 de enero de 1986.
Clara conservó siempre, sin que él tuviera nunca constancia de ello, esas cartas que Juan le escribió. Porque, como años después diría, sentía que al leerlas “iban a las estrellas, veías el mundo entero”. Por eso ella decidió publicarlas en el año 2000: porque quería dar a conocer al mundo cómo era el Rulfo de su día a día. No aquel hombre atormentado que pintaban siempre sus biógrafos, sino alguien dotado de un bello y romántico lado interior. El hombre sensible que siempre, desde el primer instante, había estado enamorado de ella.