sábado, 23 de noviembre de 2024 00:04h.

El controvertido 200 aniversario de Napoleón Bonaparte: cuando las luces no logran disipar las sombras

Este 5 de mayo se celebra el 200 aniversario de la muerte de Napoleón Bonaparte, el hombre al que sus hagiógrafos designaron como "el arquitecto de la integración europea". Sin embargo, en los últimos años se ha empezado a observar su figura desde una visión mucho más crítica. ¿El resultado? Una conmemoración que se ha topado con una Francia dividida ante el que otrora fue su indiscutido héroe. 
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Napoleón en un detalle de un cuadro de Andrea Appiani

Este 5 de mayo se cumple el doscientos aniversario de la muerte de uno de los personajes que más influencia han tenido en el devenir de la historia contemporánea: el emperador Napoleón Bonaparte. El hombre que en pocos años, arraigó los cimientos de la Francia moderna (y de parte de Europa). El hombre que unió bajo su dominio los territorios que iban de la Península Ibérica a Rusia. El hombre que, antaño, fue uno de los mitos intocables de las glorias del país que le vio nacer, y que, sin embargo, ahora se muestra más cuestionado que nunca por una gran parte de sus propios compatriotas.

No es, tampoco, algo que venga de nuevas. Ya en el 2005 Jacques Chirac se negó a formar parte de los actos de celebración de la batalla de Austerlitz. Una muestra de que ya por entonces habían caído muchos de los argumentos que se habían construido en torno a su figura y que empezaba a resultar incómodo identificar a Napoleón con la misma Francia. A fin de cuentas, se estaba recordando a un hombre que contaba con unas cuantas credenciales que resultaban muy incómodas para la democracia. Las más evidentes, el hecho de que accediera al poder a través de un golpe de Estado, o el que durante su gobierno actuara como un déspota que, aún haciendo cosas para el pueblo, las realizara sin tener en cuenta su opinión y pensando siempre en su sed de poder. Sin olvidar, por supuesto, el precio que hubo que pagar para que se consiguiera esto.

Sí. Este proceso desmitificador resulta tan unidireccional como el que siguen los que lo encumbraron en el pasado. Pero eso no significa que los que lo siguen no tengan razón. Porque las muchas sombras que hay en la biografía de Napoleón conviven forzosamente con sus luces. Es más: se puede decir que unas son la consecuencia de las otras. Porque, sí, en él está la construcción de un cambio que pone los cimientos del Estado actual. Allí está, por ejemplo, su labor en la centralización de la administración. O su campaña en pro de la difusión de los liceos y la cultura. O –hecho este tantas veces señalado por los historiadores-, la circunstancia de que diera sanción legal a las ventas revolucionarias de tierras. Además, de por supuesto, hitos como el de la declaración de la igualdad de los franceses ante la ley o su defensa de la separación entre la Iglesia y el Estado. Y allí está, por supuesto, su genio militar, que siempre se ha estudiado en las academias como ejemplo de estrategia. Algo que se ilustra fácilmente con un dato: en su larga carrera militar, que comprendió más de sesenta batallas y asedios, solo salió derrotado en siete ocasiones.

Este proceso desmitificador resulta tan unidireccional como el que siguen los que lo encumbraron en el pasado. Pero eso no significa que los que lo siguen no tengan razón. Porque las muchas sombras que hay en la biografía de Napoleón conviven forzosamente con sus luces.

El problema es que, al otro lado, están los horrores que todo ello conllevó. Y es que es imposible cuantificar el número de torturas, asesinatos, incendios, violaciones o hambrunas que su imperio provocó. Por ejemplo, en su intento por dominar Santo Domingo (la actual Haití),  hay momentos tan duros como el asesinato, por asfixia con sulfuro volcánico, de los 400 prisioneros que sus lugartenientes habían encerrado en un barco. Sin olvidar que esta campaña por el territorio americano (poco conocida, por otra parte) la concibió, no solo con el deseo de extender su gloria a otro continente, también el de conseguir esclavos para Francia. Si bien, su falta de éxito aquí hizo que fuera en Europa donde se registraran las peores cifras, pues en este continente las Guerras Napoleónicas contabilizan una cifra de muertos que todavía resulta más impresionante si atendemos a los índices demográficos de la época: como mínimo hubo tres millones de bajas entre los militares, y, al menos, un millón entre los civiles (algunas de ellas, provocadas por sus largos asedios, como bien supo la ciudad de Zaragoza, en España, en 1808, en un episodio al que Pérez Galdós dedicó una escalofriante novela de sus “Episodios Nacionales”).

Todo esto fue, pues, fruto de la ambición que persiguió a Napoleón y que fue alimentando durante los dieciséis años (1799-1815) en que fue emperador de Francia. Hasta que, finalmente, llegó su derrota en Waterloo y tuvo que desterrarse a la isla que, gracias a él, se hizo famosa, la de Santa Helena. Allí pasó sus últimos años, apartado de todos y vigilado en todo momento por los ingleses. Y allí fue también donde enfermó y murió, quizá, envenenado, un 6 de mayo de 1821.

Así fue el fin de un hombre que en su tiempo gozó de un poder mayor que el de cualquier otro. Y que, pese a eso, anheló todavía más. Un hombre que ha generado un sinfín de estudios y artículos que lo han ofrecido desde perspectivas muy distintas: de campeón de la Europa sin fronteras y arquitecto de la integración europea, a simple misógino y racista ávido de poder. Un hombre que, al final, con todo ello, demuestra algo que estamos observando en los últimos años: pocos son los mitos que logran resistir la mirada actual. Y aunque esto es algo que a veces resulta injusto, lo cierto es que, para el caso de Napoleón, no es algo que se aleje demasiado de lo que también pensaron muchos de sus propios contemporáneos.