jueves, 21 de noviembre de 2024 00:00h.

La emotiva historia del premio Nobel Kenzaburō Ōe y su hijo Hikari. El arte y el canto de los pájaros

En la obra literaria del Premio Nobel Kenzaburō Ōe asoma muchas veces una circunstancia: la enfermedad de su hijo Hikari. Sin embargo, lo hace siempre desde una experiencia positiva y ofreciendo una puerta a la esperanza. No en vano, su historia es una de las más bellas y emocionantes de la literatura reciente, además de un ejemplo de superación ante la adversidad.

En 1963, poco después de que naciera su hijo, Kenzaburō Ōe marchó para Hiroshima para cumplir con las obligaciones de su oficio y entrevistar a los supervivientes de la bomba atómica. Lo hacía, sin embargo, sumido en la mayor de las tristezas. Porque su niño, al que había llamado “Hikari” (“luz” en japonés), había llegado al mundo enfermo. Y los médicos habían asegurado que su vida iba a ser tan corta como dificultosa.

Durante aquel viaje, Kenzaburō trató de hallar una respuesta a su propio dolor. Sobre todo, a una pregunta que le obsesionaba: ¿cómo dar sentido a una vida que ha quedado destruida? Y en el encuentro de sus horrores personales con los de quienes habían sufrido las consecuencias de la radiación, empezó a comprender que, si bien seguía siendo complicado hallar un porqué, al menos era posible encontrar una salida: el propio deseo de vivir. Manifestado en esos hombres y mujeres que, pese al sufrimiento, mostraban su deseo de seguir adelante. De soñar, amar y sentir.

Su coraje emocionó a Kenzaburō y así lo expresó en su Cuadernos de Hiroshima, en donde, entre numerosas preguntas, dejó de manifiesto su admiración ante todo lo aprendido. Además, aquello le había inspirado un proyecto mucho más importante para él: escribir una novela en donde plasmara lo sucedido con Hikari.

El resultado fue Una cuestión personal, que publicó al año siguiente y en donde, pese a la tristeza de lo vivido, quiso dejar una mirada a la esperanza. Más aún porque había motivos para ello. Porque, pese a que su hijo presentara grandes dificultades de coordinación, sufriera ataques de epilepsia, no hablara y tuviera problemas de visión –poco después le diagnosticarían también autismo-, estaba haciendo frente al desolador pronóstico de los médicos. Resistiendo, pese a todo.

Lo más increíble, sin embargo, estaba todavía por venir. Un día Hikari salió de paseo con sus padres, mientras, al fondo, un pájaro cantaba. Fue entonces cuando, de repente, ese niño, que hasta el momento no había reaccionado ante las voces humanas, comenzó a imitar el sonido del animal con llamativa perfección. Sus progenitores, ilusionados con aquello, creyeron estar ante algo importante para su desarrollo, así que le compraron grabaciones con cantos de ave en donde un locutor señalaba la especie a la que pertenecían. Aquel regalo apasionaría a Hikari.

Meses después, Kenzaburō y su niño iniciaron un nuevo paseo. Y una vez más les llegó el canto de un pájaro. Pero esta vez sucedió algo que impactó al padre. Porque Hikari dijo, de repente, “Rascón”. Había reconocido el ave y, así, había dicho su primera palabra. Kenzaburō regresó entonces emocionado al hogar para contarle todo a su esposa y, junto con ella, pensó en contratar para su niño una profesora de piano. Poco después, Hikari dominaba el instrumento y, no solo reproducía melodías, también las creaba. Bellas y muy personales. Al fin, a través de su propio arte, aquel niño era capaz de comunicarse con el mundo.  

Desde entonces, mientras Hikari se desarrollaba, Kenzaburō Ōe continuó escribiendo, haciéndose con cada vez mayor prestigio en el mundo literario. Y dedicando a su hijo, directa o indirectamente, una parte importante de sus escritos. Es el caso de títulos como Cómo sobrevivir a nuestra locura (1966) o El grito silencioso (1967), herederos de la condición de su hijo, y que, junto a obras como ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! (1983) o  La torre de tratamiento (1990) le permitieron ganar distintos premios.

Hiraki, Kenzaburō e Itami durante la ceremonia del Premio Nobel

En 1994 se convertiría en el segundo japonés en ganar el Premio Nobel de Literatura, consciente de la importancia de Hikari en todo ello. Por eso en su discurso de agradecimiento Kenzaburō quiso recordar aquella jornada en donde había reaccionado al canto de los pájaros.

Kenzaburō estaba entonces orgulloso de lo logrado por su hijo. No solo porque, pese a sus muchas dificultades, había logrado trabajar en un centro de formación profesional para discapacitados; también porque seguía componiendo. De hecho, no se quedó allí: llegó a publicar varios discos, muy elogiados por la crítica. En ellos están condensados sus sentimientos.

De este modo el mundo pudo comprobar de primera mano algo que ya había afirmado Kenzaburō en sus textos: que la voz oculta de Hikari estaba llena de luz y de belleza