F. Scott Fitzgerald y la irónica crueldad de la literatura: el fracaso de ‘El gran Gatsby'
Cuando F. Scott Fitzgerald (1896-1940) escribió El gran Gatsby lo hizo convencido de que esa obra iba a consagrarle como un gran autor. Sin embargo, se equivocó: fue un fracaso que pasó desapercibido y que lastró muchos de los sueños que en su juventud había abrigado. En el 125 aniversario de su nacimiento queremos recordar la trágica vida de este autor y su relación con esta gran obra, que hoy día se considera una de las más importantes del siglo XX
Poco antes de su muerte, el escritor F. Scott Fitzgerald le escribió a su esposa Zelda Sayre para decirle lo siguiente: “Tu vida ha sido una desilusión, al igual que la mía”. Una carta triste, desesperada, que, sin embargo, brillaba en un párrafo en que parecía volver a ilusionarse: cuando mencionaba la nueva novela que estaba preparando, “El último magnate”, y que, según confesaba, se parecía más a El gran Gatsby “que cualquier otra cosa que haya escrito”. Y es que Fitzgerald, en aquel momento olvidado y acosado por las deudas, tenía muy claro que, para volver a ser alguien, tenía que seguir la estela de la obra que había escrito veinte años atrás. Cuando había construido a ese personaje protagónico, misterioso y encantador, que vivía entre el champán y los lujos y que reflejaba, como pocos, el lado alegre de los años veinte, con sus noches de tabaco y jazz, fiestas, alcohol y “flappers”.
Seguramente, con “El último magnate”, Fitzgerald estaba teniendo las mismas sensaciones que cuando creó El gran Gatsby. Entonces era un joven de menos de treinta años que creía estar construyendo la gran obra de su vida; la que le daría el éxito masivo y le consagraría como un escritor serio. Entonces soñaba con la grandeza y creía que podría alcanzar pronto el lugar que solo algunos narradores maduros se ganaban. Tenía ya dos novelas, A este lado del paraíso y Hermosos y malditos, que junto a sus cuentos e historias cortas, le habían dado dinero suficiente para continuar con la vida de lujos y excesos que siempre deseó. Así que, tratando de dar un nuevo paso en su carrera literaria, lo había dado todo en El gran Gatsby. Allí se había vaciado, para crear la trama, para dar vida a los personajes y, por supuesto, para construir la prosa, que había cuidado a un nivel tan exquisito que por mucho tiempo consideró que esta iba a renovar la literatura estadounidense.
Estaba, pues, preparado para el éxito, pero cuando finalmente publicó la obra, un 10 de abril de 1925, descubrió que solo unos pocos –entre ellos el mismísimo T. S. Eliot-, pensaban como él. La crítica especializada, pese a algunas buenas reseñas, pasó por encima del texto, y el público, simplemente, no respondió. En su primer año vendió veinte mil copias, cifra que Fitzgerald vio demasiado baja. Y tampoco le gustó que nadie se ponía de acuerdo con lo que había querido expresar. Había quien ofrecía el libro como una simple novela de amor, quien lo veía como muestrario de la superficialidad del mundo del lujo, y quienes decían que allí se estaba respondiendo a lo fatuo del sueño americano, quizá la visión con la que más coincidiría Fitzgerald con el paso del tiempo. Sobre todo, tras el crack del 29, cuando empezó a quedar atrás su cotización y su prestigio junto a las noches de fiesta y todas esas cartas presuntuosas que había escrito a su agente Harold Ober afirmando que con sus obras iba a ganar “una fortuna”.
Zelda Sayre y F. Scott Fitzgerald
Sí le quedó su alcoholismo, cada vez más indisimulado. De hecho, este fue una de las causas de su desgracia, aunque él lo justificara diciendo que necesitaba beber para escribir. Una afirmación que incluía un detalle que le disgustaba: la necesidad de escribir para vivir. Él, que había soñado con hacer una gran novela para poder dedicarse a hacer las obras que quisiera sin imposiciones, se vio en la necesidad de seguir haciendo cuentos que no siempre le gustaban, pero que al menos conseguían darle dinero. Por eso cuando entre la tristeza escribió a su esposa encontraba una esperanza en la siguiente novela que estaba preparando y que le estaba haciendo sentir libre. Ella le alejaba temporalmente de todas las deudas que le acuciaban, de los muchos proyectos que habían fracasado, y de la enfermedad que sufría, que le había llegado demasiado pronto.
No tuvo tiempo de terminarla. El 21 de diciembre de 1940, con 44 años, F. Scott Fitzgerald falleció. Creyendo que el mundo le había olvidado y que todas sus ilusiones de juventud, como las del Gran Gatsby, habían sido solo ilusiones. Y que esos personajes que había construido, esos Romeo y Julieta desventurados y atrapados por el idealismo y su noción del amor, ya nunca iban a importar a nadie.
Una vez más, el tiempo contradeciría a Fitzgerald. Al término de la Segunda guerra Mundial, como si la violencia hubiera cambiado el modo de leer el pasado, se redescubrió su texto. Y muchos empezaron a decir que su novela era, quizá, la mejor que se había escrito en los Estados Unidos en el siglo XX. Enseguida se incluiría en las lecturas obligatorias de los institutos del país y los empresarios empezarían a ver sus posibilidades comerciales. Desde entonces, se reeditó una y otra vez, regresó al teatro y se rodaron películas basadas en ella, tan dispares como la que Jack Clayton realizó en 1974 o la que hizo Baz Luhrman en 2013, en donde se potenciaron los juegos estéticos típicos de este director y con la que nuevas generaciones de jóvenes de todo el mundo conocieron un poco más a Fitzgerald.
Esa es una de las ironías de la literatura: el hecho de que algunas obras no sepan encontrar su tiempo en el momento que los autores desean; que, cruelmente, dejan el mundo sin haber podido descubrir la importancia de la hazaña que hicieron. Quizá, porque resultan demasiado adelantadas a su tiempo. Sí, es verdad que a veces, al menos, se reparen las injusticias. Pero muchas veces las retribuciones son tardías y tristemente inconscientes.