‘La historia de mi vida’: el asombroso caso de superación de Helen Keller
“¿Os habéis encontrado alguna vez en el mar, en medio de una espesa niebla, que parece un crepúsculo blanquecino, que os envuelve y se hace casi tangible? El buque parece entonces intranquilo (…) y el pasajero se siente presa de horrible angustia. Como aquel buque avanzaba yo en la vida, antes de que principiase mi educación; pero yo carecía de sonda, de brújula y de todo medio de darme cuenta de la proximidad del puerto. ¡Luz, dadme luz! era el grito inarticulado de mi alma, y la luz del amor me iluminó en esa hora”.
El libro al que pertenece este extracto se llama La historia de mi vida (1903) y su autora, Helen Keller, tenía 23 años cuando se publicó. Estudiaba en ese momento en la universidad de Radcliffe y allí había querido narrar sus experiencias desde que, con 19 meses como consecuencia de una enfermedad desconocida –hoy se cree que pudo ser escarlatina, sarampión o meningitis- había perdido la vista, el oído y la capacidad de hablar. Por ello su infancia había transcurrido entre frustraciones, sin poder comunicarse más que por unos pocos gestos, en compañía de los habitantes de su casa.
Helen Keller con Anne Sullivan en julio de 1888
Su vida cambió totalmente cuando su madre, Kate, inspirada por un caso similar incluido en el libro de Charles Dickens Notas de América, contactó en 1886 con Alexander Graham Bell, quien en aquel momento estudiaba las dificultades de los niños sordos. Fue él quien habló de Helen a los encargados del Instituto Perkins para Ciegos, quienes tomaron una decisión trascendental para la vida de la niña: enviarle una ex alumna con discapacidad visual. Anne Mansfield Sullivan, para educarla. Creían que su personalidad y experiencias personales le podrían ayudar y no se equivocaron. Como la misma Helen expresó en su libro: “El día más notable de mi vida fue aquel en que mi maestra (…) vino a instalarse junto a mí”.
A partir de ese momento la historia de las dos mujeres se revela como una de las más increíbles gestas de autosuperación, paciencia y amor por la educación. Porque pese a las muchas dificultades del camino y a la constante frustración de Helen, que se sentía muchas veces de entender lo que le transmitían, Anne se empeñó en continuar con su labor como maestra. Así, le enseñó, insistiendo una y otra vez, a deletrear palabras en su mano (por ejemplo, le explicó la palabra “agua” señalándole en una mano cómo escribir la palabra y poniéndole agua real en la otra); mostrándole cuáles eran los sustantivos y cuáles los verbos, hasta lograr que Helen formara frases completas y entendiera los conceptos abstractos. Gracias a ello la alumna aprendió a leer en braille y comenzó a devorar libros con fruición, aprendiendo, también, aritmética, zoología y botánica. Con el tiempo logró incluso leer los labios de las personas mediante el tacto y las vibraciones que emitían al hablar (así se comunicó, por ejemplo, con Mark Twain, cuando le conoció) y hasta aprendió a pronunciar palabras valiéndose de un método llamado Tadoma basado en los estudios de Graham Bell.
Helen Keller con Alexander Graham Bell en 1902
Ese es el contexto, pues, de La historia de mi vida, uno de esos libros excepcionales que nadie pensó jamás que una niña así pudiera escribir. Una obra que, pese a su crudeza, no ofrece un relato triste, sino todo lo contrario. De hecho, se podría considerar más bien una manifestación del amor de su autora por los libros y el mundo de las palabras; así como un agradecimiento reiterado a la profesora que se empeñó en darle a conocer el mundo.
Helen Keller leyendo los labios en enero de 1926
En los años siguientes Helen se licenció en la universidad y se convirtió en una autora de prestigio internacional además de una reconocida activista en pro de los derechos civiles y de las personas discapacitadas. Desde entonces peleó para que quienes contaran con algún tipo de problema físico o psicológico recibieran ayudas y no quedaran sus vidas varadas en el camino, consciente de que ella, pese a todo, había tenido la fortuna de nacer en un hogar con una economía desahogada. En ese viaje tuvo siempre a su lado, hasta su fallecimiento en 1936, a Anne Sullivan. Helen moriría 32 años después, dejando tras de sí una vida de coraje y fuerza repleta de enseñanzas.