La obsesión de Herman Melville y el fracaso de 'Moby Dick'
Creyó que había escrito un gran libro. Una obra maestra. Pero cuando supo que solo había logrado vender unos pocos ejemplares se desesperó. Y cuando leyó las reseñas que le habían dedicado los críticos, no lo pudo creer: eran todas negativas. Como si ninguno de ellos pareciera haber entendido lo que había querido decir. Algo que para él, Herman Melville, no podía ser más desesperante, sobre todo, porque se había entregado a esa obra creyendo que con ella podría iniciar una etapa como escritor que dejara atrás las insatisfacciones de su vida.
Todo había comenzado en 1832, cuando falleció su padre, Allan Melville, en oscuras circunstancias. Las numerosas deudas que dejó obligaron a Herman, que entonces tenía trece años, a abandonar los estudios y comenzar a trabajar. Primero, en un banco, luego en almacén y más tarde en una granja, antes de embarcarse, cuando aún no había dejado atrás la adolescencia, en un navío como grumete. Fue allí cuando descubrió la fascinación que sentía por la mar, aunque lo hiciera entre los peligros de aquel mundo y al lado de unos compañeros con los que nunca estuvo cómodo, pues le vieron siempre como un tipo extraño y solitario que hablaba de temas que no les importaban. De hecho durante uno de sus viajes decidió abandonar el barco y quedarse en la isla de Nuku Hiva, en la Polinesia francesa, en compañía de los “taipi”, una tribu caníbal de la que huiría tras cuatro meses de estancia (quizá porque intuyó que pensaban devorarlo). Luego, al llegar a Tahití, tuvo que abandonar su barco, al iniciar la tripulación una protesta por las malas condiciones en que estaban. Así que, por un tiempo, vivió en la vecina isla de Moorea, en donde se ganó la vida trabajando en el campo a cambio de un jornal. Luego, aún viajaría en algunos barcos más antes de recalar definitivamente en los Estados Unidos.
Suficientes experiencias, pues, para ambientar la que debía ser su gran novela: Moby Dick. Una obra que partía de la historia del capitán Ahab, un hombre que está obsesionado con vengarse de una ballena blanca que le ha arrancado la pierna. Una trama que, entre las aventuras, permitía a Melville introducir cuestiones más profundas, desde sus conocimientos sobre el mar y las ballenas, a su visión de la sociedad de su tiempo, aunque, de todas, destaca la alegoría que construye en torno a la lucha entre el bien y el mal, que representan el capitán y Moby Dick.
El fracaso de la novela dejó a Melville taciturno. Y desde entonces su figura recordó a la del propio Ahab, obsesionado con una idea fija y atormentado por el fracaso. De hecho, en los cuarenta años que vivió tras la publicación de su libro, apenas sacó al público una novela, algunas poesías y unos pocos textos breves (entre los que destaca el excelente Bartleby, el escribiente, que demuestra que su talento seguía allí, pese a que nadie supiera reconocérselo). Todo, mientras se ganaba la vida trabajando como inspector de aduanas y sufría dos desgracias: las muertes de dos de sus hijos, uno de ellos, seguramente, por suicidio. Finalmente, fallecería el 28 de septiembre de 1891, a los 72 años, en el total y absoluto anonimato. Su viuda publicó una esquela en el periódico en donde revelaba que su marido era escritor. Pero en The New York Times ni siquiera citaron bien el título de su obra, pues apareció como “Mobie Dick”. Un disgusto que, desde luego, no fue mayor que el que sintieron los suyos cuando vieron que los encargados de realizar su lápida se habían equivocado y habían grabado en ella “Henry” en lugar de “Herman”.
Todo ello ejemplifica el olvido que sufrió Melville. Y, sin embargo, Moby Dick, con su extraña temática, con esos pasajes que incluso habían causado cierta burla, se convertiría en el siglo XX en uno de los más importantes títulos de la literatura anglosajona. De repente los críticos descubrieron a Herman y lo encumbraron como uno de los autores más originales de todos los tiempos. De la nada, al todo, tras sufrir la miopía injusta de sus contemporáneos. Un final feliz pero muy amargo para un autor que, tratando de cumplir su gran obsesión, acabó, al igual que el Ahab de su libro, devorando su propia vida.