La poesía como verdad, belleza y arte: Rainer Maria Rilke
Un 4 de diciembre de 1875 nacía en Praga el que está considerando como uno de los más grandes poetas de todos los tiempos, Rainer Maria Rilke (1875-1926), uno de esos autores que se dedicó con total intensidad a su obra y supo profundizar en el yo y en los misterios del ser humano hasta crear un arte de difícil parangón. Adentrarse en su obra no siempre es fácil, por su complejidad, pero, al hacerlo, hay que tener en cuenta dos principios: su biografía y su concepción del arte.
A finales de 1902 un joven llamado Franz Xaver Capuz, cadete de la escuela militar Wiener-Neustadt, cansado de ver que sus poemas no recibían la respuesta esperada, decidió hacer algo, sin duda, atrevido: escribir a uno de los autores de mayor fama de la Europa del momento, Rainer Maria Rilke y pedirle opinión y consejos para mejorarlos. Para su sorpresa, este le respondió, iniciándose así un valioso intercambio epistolar sobre la poesía, la belleza y el individuo que, durante años, Xaver guardó celosamente, consciente del tesoro que tenía entre manos.
El detalle de responder generosamente a aquel desconocido demuestra algunos aspectos de la personalidad de Rilke y su constante deseo por teorizar y debatir en torno a todas las ramificaciones del arte. Sus consejos llaman la atención, pues poseen una belleza deslumbrante que sirve al autor para hablar de la vida, el amor, la soledad, y, sobre todo, de cómo se debe ser poeta, partiendo de lo que el individuo guarda en el interior, para crear arte. Así había obrado en sus poemas y en la que había sido, hasta el momento, su obra más ambiciosa y madura, El libro de horas, en donde había tratado de dar respuesta a muchas de sus preguntas espirituales. Siempre, desde su perspectiva, y no desde las corrientes habituales en su tiempo. De este modo, frente al positivismo, tan afincado en la cultura germánica; las perspectivas tradicionalistas, e incluso el pensamiento nietzscheniano, Rilke había ofrecido una espiritualidad que abogaba por el sujeto y su mundo interior.
En esa búsqueda influyeron, y mucho, las propias vivencias de Rilke. Desde su infancia, infeliz por el hecho de sentirse rechazado por su propia madre, se había interrogado sobre sí mismo. Luego, había estudiado Filosofía y Derecho, y al concluir, se había valido de su posición económica para conocer el mundo y contagiarse por la belleza de lo desconocido. Estuvo en Munich, Italia, Francia y, como lugar especial, Rusia, en donde conoció el campesinado, la religión ortodoxa y su cultura, tan distinta a la civilización occidental. Incluso pudo pasar algunas horas con Tolstoi, el hombre cuya literatura representaba la vuelta al cristianismo original y que para Rilke constituía uno de sus más preciados modelos.
A Rusia había acudido, además, enamorado. De la mujer, precisamente, con quien pocos años atrás Nietzsche había intentado casarse, la rusa Lou Andreas-Salomé. Pero a diferencia del filósofo alemán, quien al ver desoídas sus propuestas de matrimonio desarrolló un rechazó hacia la mujer que influyó su Así habló Zaratustra, Rilke encontró en Lou a alguien a quien siempre respetó y que le permitió entrar en contacto con otras corrientes del pensamiento (fue ella quien le habló del psicoanálisis, tan influyente para él). A ella dedicó su El libro de horas, y ese poema que dice “Apágame los ojos y te seguiré viendo”.
Lou Andreas-Salomé y Rainer Maria Rilke
Luego de este título, Rilke se mantuvo en los principios dados a Xaver y escribió varios libros de poemas y su única novela, Los cuadernos de Malte Laurids Bridge, en donde se dejaba ver lo que estaba viviendo en los últimos años, que no era poco. En poco tiempo, se separó de Lou, se casó con la escultora Clara Westhoff (para, poco después, apartarse de ella), tuvo una hija y vivió al amparo de personajes como Auguste Rodin, sin, por ello, abandonar sus constantes viajes (entre ellos, España, el lugar que, según confesión le provocó su “impresión última”). Luego, al iniciarse la década de 1910, sufrió una crisis creativa que culminó con la publicación de la tan grandiosa como compleja Elegías de Duino (1923), denominada así porque comenzó a escribirla en el castillo del mismo nombre de su amiga y protectora Marie von Thurn und Taxis. Con ella demostró que, pese a haber cambiado algunas de sus inquietudes y objetivos, no se había apeado de las ideas que años atrás había expresado a Franz Xaver, al igual que en Sonetos a Orfeo (1923), su última obra, cargada como la anterior de símbolos e imágenes para cuya comprensión hace falta tiempo y un buen conocimiento de su vida, trabajos y concepciones. Pero, si así se hace, al final se obtiene una recompensa: una luz que hace imposible sustraerse de la belleza y las verdades expresadas, que, a su vez, están cargadas de interpretaciones. Por eso hay pocos personajes del siglo XX con tantas biografías y estudios –filosóficos, literarios, psicológicos, biográficos- como él.
Luego de concluir esta obra, Rilke enfermó. Y aunque muchas veces se ha pintado la causa de su muerte, un 29 de diciembre de 1926, a los 51 años, como resultado de habérsele infectado la herida que le provocó la espina de una rosa, lo cierto es que la realidad fue menos poética. Con su desaparición terminaba una vida que había hecho una constante reivindicación de las maravillas del mundo de las artes. Aunque a veces se contradijera –allí está la biografía de Mauricio Wiesenthal para demostrarlo-. Como cualquier otro ser humano