La “traición” de Max Brod a su amigo Franz Kafka
Franz Kafka (1883-1924) y Max Brod (1884-1968) fueron buenos amigos desde que se conocieron en la universidad. Su relación fue, además, de gran trascendencia para la literatura, pues una decisión de Max permitió conocer más a fondo la calidad y originalidad de la obra de Kafka.
Franz Kafka tenía 34 años cuando los médicos le diagnosticaron tuberculosis y fue consciente de que, en cualquier momento, todo podía acabar para él. Aquello cambió su percepción respecto a sus obras y le llevó a considerar cuáles quería dejar como legado. Así que, tras un tiempo, se puso en contacto con su amigo Max Brod y le pidió que, cuando sucumbiera ante la enfermedad, tomara sus escritos y quemara todo lo que no había publicado: “Cuadernos, manuscritos, cartas, borradores, etcétera”, le señaló añadiendo una instrucción: que nadie leyera los textos y se destruyera “hasta la última página”.
Kafka lo hacía porque creía que su trabajo no merecía la pena. Peor aún: como no se consideraba un buen escritor temía que esa colección de textos arruinara los modestos logros de su carrera. Eran, además, demasiado personales; pues los había concebido para escapar del lado más triste de un mundo que detestaba y que le había hecho infeliz. Ya desde la infancia, cuando había sentido el dolor producido por su autoritario padre y había comenzado a acumular sus frustraciones sentimentales.
Max Brod aceptó. Llevaba mucho tiempo cultivando esa relación con Kafka y sabía que su amigo era un tímido impenitente a quien no solo le costaba terminar los textos que empezaba, también, mostrar al mundo sus trabajos. Los dos se habían conocido cuando eran estudiantes de la Universidad de Praga a raíz de una conferencia que Max había pronunciado sobre Schopenhauer, y habían congeniado rápidamente. Sobre todo tras descubrir su gusto común por la escritura.
Max Brod (izquierda) y Franz Kafka (derecha) en la playa
Max, de hecho, había sido el primero en publicar; un libro titulado Castillo Nornepygge (1908) cuyo gran éxito animó a Kafka a seguir la misma senda. Por eso empezaron entonces a aparecer en distintos medios algunos textos de relatos y microrrelatos que antecedieron su primera gran obra, La metamorfosis (1915), en donde plasmó las emociones que sentía en su interior. Todo, a través del personaje de Gregorio Samsa, un hombre que un día despertaba con el horror de verse convertido en insecto, punto de partida este propio del género fantástico que, sin embargo, Kafka ubicaba en un entorno minuciosamente realista y, prácticamente, palpable (mezcla esta la cual daría lugar tiempo después al adjetivo “kafkiano). Evidencia, por otra parte, de la angustia y los miedos del autor, a la soledad, al dolor y a la indiferencia que sentía el mundo hacia quienes, como él, sufrían.
Max Brod acompañó siempre a Kafka. Por eso, fue consciente de las tristezas de ese amigo, siempre amable, que le relataba sus abismos personales y pedía consejo para encarar sus preocupaciones. No resulta, por tanto, extraño que le eligiera para acometer la tarea destructora; aunque igual nos quede la pregunta de por qué no llegó a acabar con sus textos el mismo Kafka. ¿Quizá porque, en realidad, esperaba que su amigo los salvase? ¿O quizá porque simplemente quería tenerlos a su lado, por el significado personal que les daba, hasta su desaparición?
Portada de la primera edición de El Proceso (Der Prozeß) (1925)
Kafka murió el 3 de junio de 1924, a los 40 años de edad, y Brod se preparó para acometer la petición de su amigo. Pero cuando empezó a hojear los papeles, comprendió que le iba a ser imposible cumplir su voluntad. Sobre todo, tras hallar una obra maestra inacabada titulada El proceso. De modo que, al final, hizo justo lo contrario: decidió dar a conocer esos textos inéditos. A eso se dedico hasta su muerte en 1968, reivindicando la memoria de su amigo y señalando la importancia de su legado literario.
La “traición” de Brod acrecentó la leyenda de Kafka, ayudando a que su nombre pasara a ser uno de los más influyentes del siglo. Alguien capaz de dejar una huella profunda en autores venideros tan importantes como Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Albert Camus o Jean-Paul Sartre. Y todo, siempre, desde una idea artística a la cual se mantuvo fiel: la de la escritura como forma de curación ante el mundo y las tormentas personales. Una suerte de catarsis que alcanzaba a través del dolor y las pesadillas. Circunstancia que una vez resumió Brod cuando, aprovechando la confianza de su amistad, le dijo: “Eres feliz en tu infelicidad”. Por eso en esos textos logró hallar, junto a los miedos y tristezas, la pasión de su gran amigo. Algo que no estuvo dispuesto a borrar.