martes, 03 de diciembre de 2024 00:02h.

Entrevista a Rosa Montero: “Escribir una novela es hacer un viaje al otro"

En La buena suerte (Alfaguara, 2020) Rosa Montero se interroga sobre las segundas oportunidades, la imposible separación del bien y el mal y la importancia de actuar para dar más luz a nuestras vidas y, también, a las de los otros. Una enseñanza que enlaza perfectamente con el marco que nos han dado estos tiempos de pandemia.

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Rosa Montero (Foto: Patricia A. Llaneza)

Rosa Montero (Madrid, 1951) tiene ya cerca de una veintena de novelas publicadas y una larga estela de galardones, entre ellos el Premio Nacional de Periodismo y el Premio Nacional de las Letras Españolas. Y, sin embargo, late en ella un entusiasmo y un gusto por la vida, la literatura y los mundos y personajes que sueña y crea que resulta fantásticamente adolescente. Es, además, generosa en las entrevistas y te hace sentir su interés en cada una de las preguntas, pese a que sepas que por su carrera profesional lleva más de cuarenta años respondiendo (y haciendo) todo tipo de cuestiones. Pero, igual, no se escapa de ningún tema y nunca abandona la cercanía que transmite. Así, nos habla aquí, entre otros, de su literatura, su metodología, algunas de las circunstancias que ha vivido en este último año y el proceso que pasó para construir su última novela, La buena suerte, en donde sigue demostrando que es una narradora extraordinaria que logra traspasar el papel con sus personajes. Y en la que, además, nos ofrece un mensaje de luz que cruza, sin esquivarlo, el lado más crudo de la vida. Porque La buena suerte es un viaje hacia todo lo que anida en el corazón hasta conseguir despertarlo. Precisamente, lo que más necesitamos en estos tiempos que vivimos.

PREGUNTA. Empiezo con algo que me ha llamado la atención: al final del libro dices que este ha sido un texto que te ha sido especialmente difícil de escribir. Sin embargo, leyéndolo, no transmite en ningún momento esa sensación. ¿Podrías contarnos el porqué? 

RESPUESTA. Pues mira… Yo llevaba ya varios libros en que me notaba en lo más grande de mi potencia como carpintera de las palabras. Escribir es un oficio y hay una parte de esa artesanía, de esa carpintería, que vas aprendiendo. La ridícula idea de no volver a verte, La carne y Los tiempos del odio los había escrito con la misma dificultad, el mismo trabajo y el mismo empeño que los anteriores, pero sin los agujeros de desánimo habituales en la escritura de una novela. Esos agujeros durante los que te pierdes, en los que te puedes pasar un mes, dos meses, sin que te salga nada. Que tienes la idea de  que lo mismo el libro se te muere. Que no sabes dónde va, que te sientes confusa…  Eso lo había vivido con los otros libros, pero no con estos tres últimos. Y yo atribuía el cambio a haber llegado a una especie de meseta, de control, de madurez. Pero en La buena suerte me ha vuelto a pasar. He vuelto a sentir ese desasosiego, ese momento en mitad de la travesía en que me he dicho: “Esto que estoy haciendo es una tontería, esto no tiene sentido, esto no va a ningún lado, no sé si voy a terminarlo”. Y ahora que ya pasó el momento y terminé la novela, he pensado el porqué de todo esto. Y creo que se debe a que es una novela difícil y muy compleja. Tiene una estructura como de mecanismo de relojería, que no se tiene que notar para que la intriga funcione… Luego, es una historia poco convencional, de personajes poco habituales y extremos. Y la voz narrativa es poco convencional también. Cuando haces algo así, trabajas sin red y te sientes más asustado. Pero como creo que más o menos he solventado los muchos retos que tenía, estoy contenta. Cuanto más fuerte es la apuesta más satisfecha te quedas al final si la cosa te sale o crees que te ha salido.

P. Los protagonistas de tus novelas tienen algo en común: son personas que, pese a todo lo que pueda sucederles, luchan para salir adelante. Y creo que el personaje de Raluca, una soñadora impenitente en un mundo crudo, encarna esa idea de un modo muy especial. Me gusta mucho cómo la presentas y cómo poco a poco vamos conociendo su ternura, sus sentimientos y su resiliencia. Algo que, por lo que he visto, comparto con muchísimos lectores. ¿Crees que es así porque muchos tenemos la sensación de que hay muy pocas Ralucas en el mundo y sí demasiados Benitos?

R. Es verdad lo de que los protagonistas de mis novelas son supervivientes. Menos los de Te trataré como a una reina, que no sé qué me pasó por la cabeza mientras lo escribía, porque es un libro desesperanzado en que todos los personajes terminan fatal. ¡Pobrecitos míos! Me siento  muy culpable con ellos. Pero todas mis demás novelas son de supervivientes y al final hay una cierta luz de esperanza. Y sobre Raluca… Raluca es efectivamente, de todos los personajes que he hecho en mi vida, el más luminoso. Y ha salido así por ella misma. Al principio no era tan poderoso. Lo que pasa es que empezó a crecer y, de repente, se comió la novela. Yo la escuché diciendo las cosas que decía, en mi cabeza, antes de empezar la escritura en el ordenador y me enamoró. Cambié el título de la novela que antes se llamaba El silencio y puse el de La buena suerte porque ella nos viene a decir lo que es la buena suerte. Esa capacidad para contarte el mundo de otro modo. Esa capacidad de resistencia. Y sí, los lectores han quedado enamorados, como yo. Y respecto a lo de que muchos tenemos la sensación de que hay pocas Ralucas… Pues fíjate, no lo creo. Al contrario. Tengo la convicción absoluta de que el ser humano está hecho para el bien. Y aunque haya por supuesto un montón de maldad en el mundo, no es mayoritaria. Por eso nos horroriza y enloquece tanto y por eso ocupa la primera plana de los periódicos. Si no, no sería así, nos parecería normal. Y no solo en los seres humanos. En toda la vida natural y orgánica creo que hay muchas más estrategias de supervivencia que se basan en la colaboración y en la empatía que en la depredación. Lo que pasa es que nos choca tanto el mal que creemos que es mucho más abundante. Pero hay muchas Ralucas y creo que nos gusta este personaje porque habla a la parte nuestra que tiene algo de Raluca. Hay un 10 por 100 de malvados en el mundo, pero la mayoría tenemos un punto de Raluca dentro de nosotros.

En La buena suerte he vuelto a sentir ese desasosiego, ese momento en mitad de la travesía en que me he dicho: “Esto que estoy haciendo es una tontería, esto no tiene sentido, esto no va a ningún lado, no sé si voy a terminarlo". 

P. Pablo, sin embargo, simboliza el realismo y el miedo ante los sueños que ofrece Raluca (lo podemos ver en esa frase que dice “¿quién nos protege de la necesidad de los cachorros?”). Y, al principio, incluso siente un cierto rechazo hacia ella. ¿Qué crees que les une, pese a ser tan distintos? ¿Es una cuestión de química? ¿Es que también nos enamoramos de las imperfecciones y de los sueños del otro, aunque no creamos en ellos? 

R. No sé si el realismo… En Raluca también hay realismo. Es que la realidad la construimos nosotros. Uno de los temas de mis novelas es el carácter vidrioso, resbaladizo e inventado de la realidad. Porque la objetiva, como tal, no existe: la alteramos, la imaginamos al igual que imaginamos e inventamos nuestro pasado. Nuestras memorias son un cuento que nos contamos a nosotros mismos y que vamos cambiando a medida que crecemos. Lo que yo recuerdo ahora de mi infancia, por ejemplo, no es lo que recordaba hace veinte años… No creo que Pablo sea más realista que Raluca. De hecho Raluca es capaz de cambiar las cosas, de actuar, de darle trabajo a Pablo, de sacarle de la depresión, de cuidar a Felipe… Lo que es Pablo es una de esas personas que tiene miedo de sus propias emociones porque cree que los sentimientos le debilitan. Por su propia infancia, por su pasado, por sus circunstancias, está completamente amurallado. Cree que los sentimientos le debilitan e intenta no tener relación afectiva. Por eso dice “Quién nos protege de la necesidad de los cachorros”. Le horroriza que alguien tenga necesidad de él. Este tipo de gente tiene tanto miedo de que su necesidad sea truncada, tiene tanto miedo de la frustración, tiene tanto miedo del dolor emocional que prefiere mutilarse antes de que las rechacen. Y Raluca le puede parecer de entrada aterradora porque es todo lo contrario: es pura emoción, es pura empatía, es colaboración con los demás. Y eso a él le parece una invasión de ese castillo que se ha construido para protegerse del dolor y de la pérdida. Pero ella consigue enseñarle que en realidad el enemigo estaba dentro del castillo y no fuera. Que era él mismo.  

P. Una de las ideas principales del libro es que en este mundo la luz convive con la oscuridad y no podemos hacer nada para evitarlo. ¿La “buena suerte” consiste en aprender que el mundo está hecho de matices y que, aunque sean tristes, debemos aprender a convivir con ellos?

R. Sí. Una de las ideas principales del libro es esa. Como tú dices, la oscuridad existirá, pero podemos fomentar la luz. Y podemos intentar combatir el mal… De hecho, hay que combatirlo. Eso de denunciar a la vecina de arriba, que se dice en el libro… Hay que denunciarla a pesar de todos los pesares. No hay que dejar pasar por no comprometerse, por no buscarte problemas. Y sí, el mundo está lleno de todos los matices del gris y hay que aprender a convivir con el malestar, que forma parte de la vida. Y aprender a llevar bien la frustración. Pero ante el mal y la oscuridad no hay que quedarse quietos.

P. Has dicho en alguna ocasión que los seres humanos somos palabras en busca de sentido. ¿Ves el amor como uno de esos posibles sentidos? ¿Tanto poder tiene como para solucionar los paisajes quemados que han quedado en nuestro interior?

R. Por supuesto, el amor da muchísimo sentido a nuestra vida. De hecho creo que es una de las armas más potentes que tenemos. Y cuando hablo del amor, hablo del amor al otro, no solo del pasional, que este es un invento. Somos animales sociales y la vida solo puede llamarse “vida” si la vivimos con los otros. No ya para los otros, que yo creo que eso es patológico. Pero sí con los otros. Por ejemplo una de las cosas que tenemos que hacer con la vida es saber qué hacer con el dolor, con nuestro sufrimiento, para que no nos destruya. Y una de las armas para ello es sacar de ese dolor un aprendizaje empático que permita acompañar el dolor de los otros. Eso es amor y esa es un arma que nos salva.

P. En el libro nos encontramos a veces con la narración de una serie de episodios reales que llaman la atención por su crudeza y que causan gran impacto en el lector. Es una idea que, creo, puede despertar muchos debates en torno al efecto que produce la “no ficción” dentro de un texto de “ficción”. ¿Podrías decirnos cuál es el planteamiento que te lleva a realizar algo tan interesante como esto?

R. Como te decía, uno de los temas principales de libro es el bien y el mal. Ese mal absoluto, sin sentido, que es irrazonable, que no tiene ninguna causa con la que podamos colocarlo. En el libro digo que las religiones se inventaron para darle al mal un sentido para que no nos destruya. Entonces, para especificar ese mal completo y absoluto creo que no hay un ejemplo mayor y más perfecto que esas familias, esos padres y esas madres que deberían ser nido, cobijo y amor y que por el contrario lo que hacen es torturar, violar y matar a sus propios hijos. Y como son casos aparentemente increíbles, los puse. Casos reales que son el contrapunto, efectivamente, de esa oscuridad. Para asomarnos a esos abismos en una novela que por otro lado está llena de luz y que intenta poner luz incluso en eso.  

P. Me han gustado mucho los monólogos que a veces insertas y que nos permiten entender a los personajes desde su propio lenguaje. Ahora bien, hay algo que me ha llamado la atención: el personaje de Pablo no tiene ninguno. Sin embargo, alguien como Benito los tiene pese a aparecer en muy pocas escenas. ¿Se debe a algún motivo concreto?

R. Todo eso forma parte del sonido que tenía la novela en mi cabeza. Sabía desde el primer momento que iba a tener varios narradores, que iba a haber voces interiores, monólogos interiores, y además sabía que iba a haber un narrador deslizante. Al principio el narrador no es un narrador omnisciente sino que es simplemente alguien que parece que está sentado al lado de ti en el tren. Que no conoce nada y que te dice: ¡mira, fíjate en ese hombre que no sabemos quién es! Te llama la atención sobre él, sin saber quién es, sin poder explicarlo y apuntando y avivando tu curiosidad. Y luego este narrador, tan pequeño, tan concreto y tan exterior, va evolucionando y se va metiendo dentro de los personajes y esencialmente dentro de la cabeza de Pablo, sin que haya un chirrido, me parece, en ese camino. Y eso quería complementarlo, para hacer esa narrativa poliédrica en el sonido de la novela, con un par de voces interiores. Y allí están Benito y ella, que salieron enseguida. Fue un instinto musical de cómo tenía que sonar el libro.  

Yo me meto en cada uno de los personajes, en los primeros, en los secundarios, hasta en el más pequeño… Hago ese viaje al interior de su cabeza para ver cómo se siente el mundo, para ver cómo se ve. E intento efectivamente ir viendo lo que ese personaje me va contando. Por eso escribir una novela es hacer un viaje al otro. 

P. Creo que tienes una capacidad única para construir personajes. A veces parece que los puedas sentir respirar. Al empezar una novela, ¿tienes claro cómo son o logran sorprenderte a medida que vas escribiendo? ¿Cuánto hay de instinto en ellos, y cuanto de un estudio previo al que puedas aplicar tus estudios de psicología?

R. ¡Muchísimas gracias por tus palabras! Me encanta. Mira, como sabes, cada autor tiene su método a la hora de escribir una novela y seguramente sabes cómo es el mío. A mí, primero se me ocurre lo que yo llamo el “huevecillo", que es la imagen que me emociona y da origen a todo. Y a partir de allí empiezo a tomar notas en cuadernitos durante un año, año y pico. Al final de ese tiempo hago también grandes mapas de la novela en cartulinas grandes; y también distintas combinaciones de capítulos, como si fuera un rompecabezas. Y en ese primer año, o año y medio, de los personajes no sé nada. Es como gente que veo pasar por la calle. Entonces, yo me meto en cada uno de los personajes, en los primeros, en los secundarios, hasta en el más pequeño… Hago ese viaje al interior de su cabeza para ver cómo se siente el mundo, para ver cómo se ve. E intento efectivamente ir viendo lo que ese personaje me va contando. Por eso escribir una novela es hacer un viaje al otro. A todos los personajes, porque si no, estarían muertos. Si respiran, que me parece precioso lo que dices, y me emociona, es que he conseguido hacer ese viaje. De alguna manera, es casi mágico. Las novelas salen del mismo lugar del inconsciente de donde salen los sueños. El inconsciente es mucho más sabio que tú así que los personajes te van contando cosas que en realidad tú yo consciente no sabe. Por ejemplo el viaje que hice dentro de la cabeza de Raluca fue fascinante. Porque como te digo me emocionó, me embelesó y me enamoró. A medida que la iba escuchando hablar dentro de mi cabeza en ese primer año de tomar notas me iba quedando rendida. Así que no tienen absolutamente nada que ver los estudios de psicología. Pero nada, vamos. ¡Eso mataría al personaje!

P. Es curioso como un detalle, el de la obsesión por la higiene de Pablo ha pasado de ser en el último año una excentricidad a un comportamiento con el que nos sentimos plenamente identificados. ¿Cuándo se declaró el confinamiento de marzo ya habías completado el libro o, por el contrario, incluiste este detalle a partir de lo que estábamos viviendo?

R. Es que la literatura tiene unas coincidencias alucinantes. Me ha pasado bastantes veces y aquí también. El “huevecillo” de la novela se me ocurrió el 29 de abril del año 2017 y terminé el borrador a principios de enero de 2020. Todavía no sabíamos absolutamente nada. Se hablaba vagamente de un virus en Wuhan. Luego la dejé reposar, como siempre hago. La leyeron, me la criticaron unos amigos y le di el cepillado final durante el confinamiento. Pero fue un cepillado literario. No cambié nada. El personaje estaba construido así, con sus toallitas, porque es un obsesivo compulsivo con un TOC de higiene. Y no solo eso, sino que también, si te das cuenta, ¡el personaje se confina en la casa! Y lo mismo: ha sido un hombre herido por una catástrofe súbita, repentina, inesperada, que le saca de su vida, que se la paraliza, que se la destroza y que tiene que volver a creársela, que es un poco lo que nos ha sucedido a todos.

P. Alguna vez has hablado de la fascinación del hecho de escribir, ese recorrer de mundos posibles e imposibles, pero, ¿qué sucede cuando, terminado ese viaje, te enfrentas al borrador de lo que has escrito? ¿Decides cambiar partes enteras o, por el contrario, no haces grandes modificaciones? Pienso, por ejemplo, en Marsé, que reescribía sus frases en las nuevas ediciones de algunas de sus obras. Aunque hubieran recibido ya premios.

R. Pues no. Mira, yo no releo mis novelas pasadas. Solamente he tenido que releer algo en inglés, por la traducción, pero ni siquiera entonces me gusta releerlas. Miro un capítulo o dos, para ver si traducen bien el sonido y lo dejo. Y desde luego te aseguro que en la vida cambiaría ni una coma. Aunque esté mal escrito. Aunque haya algo muy feo. Esa novela, como se escribió, representa esa etapa de mi vida. Y es una criatura viva de ese tiempo. Y ya está. Estoy totalmente en contra del maquillaje posterior de los libros. Algunos autores lo hacen, como por ejemplo, no lo sabía, el gran Marsé, al cual he admirado muchísimo, pero yo no estoy en absoluto de acuerdo.

P. Los libros son también sus dedicatorias y el motivo por el que aparecen. Y este se lo has dedicado a tu madre, que falleció hace poco menos de un año. “En memoria de mi madre, Amalia Gayo, que me enseñó a narrar”, dices…

R. Bueno, ya sabes, mi madre murió el 13 de marzo. Pronto va a hacer un año. Ella ha sido una artista. Sus dos hermanos han sido pintores profesionales. Ella dibujaba mejor que nadie pero en su época y en su clase social tuvo que ser por supuesto ama de casa. Era, además, una narradora increíble. Tenía una vis cómica alucinante. Escribía unas cartas increíbles. Empezó a escribir incluso una novela… Era una artista que no pudo por circunstancias desarrollar su talento, lo cual es una pena.  

P. Termino con una pregunta en torno al uso de las redes sociales. Hay autores que, tras asomarse a ellas, han preferido limitarlas a su actividad promocional, e incluso, algunos han preferido cerrarlas argumentando que les apartaban de su cometido: escribir libros. En tu caso, tú haces todo lo contrario: Realizas encuentros con tus lectores de forma regular, respondes a sus preguntas, apoyas grupos y reaccionas a todos los comentarios que se te hacen. Me parece un acto de generosidad que supone un gran esfuerzo. ¿Qué te aporta el constante contacto con tus lectores?

R. La verdad es que las redes sociales son un arma de doble filo porque te consumen un tiempo bestial. Twitter me horroriza porque es un sitio tan chillón, tan gritón, tan violento… E Instagram prácticamente no lo uso. Pero Facebook lo utilizo muchísimo y la verdad es que tengo 180 mil seguidores, que es como vivir en una ciudad de 180 mil habitantes en la que todos estamos más o menos interesados por las mismas cosas. Además, tengo unos seguidores increíbles. Más de una vez he sacado artículos de cosas que me dicen en Facebook. Y he puesto algo de ello en mis libros. En uno de ellos, Los tiempos del odio, le doy las gracias a una de mis seguidoras de Facebook por algo que me dijo y que metí en la novela. O sea, son un lujo. Y luego, por otro lado siempre he sido muy accesible. No me gusta lo de la torre de cristal. Me gusta mucho la gente. Cuando te decía antes que la vida es incomprensible si no se vive con los otros… A mí es que la gente me gusta con locura. Me encanta ver cómo vive su vida. Hay una cosa que me encanta, que es una paradoja, y es el hecho de que todos somos iguales y al mismo tiempo diferentes. Y a mí me regocija sentirme en ambos lados del espectro. Sentir esa igualdad, esa hermandad, y sentir también la curiosidad por la diferencia. Y es maravilloso poder hablar con tanta gente, compartir cosas y debatir. Me escriben y yo me siento en deuda por su generosidad y su cariño. Y aunque me está creando unos problemas prácticos que tengo que solucionar, igual me da mucho.