Miguel de Cervantes y el 'Quijote', esa obra “menor”
Cuando en 1615 publicó la segunda parte del Quijote, Miguel de Cervantes (1547-1616) creía que era la obra que estaba preparando desde hacía algunos años, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, la que realmente le iba a permitir ganar el respeto de los escritores de su tiempo. Porque, para él, al igual que para muchos contemporáneos, la historia de Don Quijote y Sancho Panza no era más que un texto “menor”. Hoy, en el aniversario del nacimiento del insigne escritor, recordamos cuánto se equivocó.
Si se pregunta quién es el gran autor de las letras españolas, sin duda alguna todo el mundo citará a Cervantes. Y sin embargo, él soñó siempre con ser Lope de Vega. Es más, murió deseando serlo y sin ser consciente de la gloria que le esperaba en el futuro. Es bien conocida esa anécdota que recogió el licenciado Márquez Torres en la edición de la segunda parte del Quijote en donde este dice que cuando le preguntaron unos caballeros franceses quién era el autor de ese libro que tanto les había gustado, estos se sorprendieron cuando les dijo que era un “viejo, soldado, hidalgo y pobre”. Y que, tras eso, preguntaron algo muy sintomático de lo que sucede con los grandes talentos: “¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?”.
Y es que, efectivamente, Cervantes nunca logró acceder a los mundos excelsos de contemporáneos como Lope de Vega y Góngora. De hecho, si por ejemplo comparamos su vida con la del primero de ellos, no podremos ver más diferencias. Y es que Lope fue un sinónimo de éxito y fama, alguien a quien era habitual ver en los salones de la nobleza, y que se mostraba adicto al lujo y las mujeres (pocos literatos de la Edad Moderna lograron conquistar a tantas como él); mientras que Cervantes, por el contrario, se reveló siempre como un hombre reservado, poco considerado como escritor y con la economía siempre al borde del colapso.
Sí fue, sin embargo, la vida de Cervantes rica en experiencias. De hecho, el autor del Quijote daría para muchas novelas y películas, principalmente, porque los azares que dictaron su juventud le llevaron por los lugares más inesperados. Fue, mucho antes de escritor, soldado, y con 24 años recién cumplidos estuvo en la batalla de Lepanto bajo las órdenes de don Juan de Austria. Fue allí donde se ganó ese sobrenombre de “el manco de Lepanto” que tantas confusiones ha levantado, pues lo único que arrastró desde entonces fue un pequeño problema en el brazo que no le impidió meses después volver a combatir. Luego, sufriría cautiverio en Argel, por cinco años, hasta que en 1580, tras cuatro frustrados intentos de fuga y el pago final de 500 escudos evitó ir a galeras rumbo a Constantinopla.
Una imagen del Quijote, realizada por Gustavo Doré
Tras eso, regresaría a España, en donde, sin dejar los viajes esporádicos, probó fortuna como escritor. Y así, de sus esfuerzos, apareció en 1585 La Galatea, a la que Cervantes tuvo siempre afecto –toda su vida dijo que quería publicar una segunda parte-, pero que tuvo escaso éxito y que no logró sacarle de la pobreza. De modo que tuvo que seguir viviendo de sus otros trabajos, entre ellos, los de aprovisionador de grano y aceite para la armada del rey y cobrador de impuestos, el cual, como es bien sabido, le llevó a la cárcel en 1597 acusado –justa o injustamente- de haberse apropiado de una parte de lo recaudado. Allí fue donde, según sus propias palabras “engendró” la idea de Don Quijote de la Mancha, a la que dedicó los años siguientes hasta ver el libro publicado, finalmente, en 1605. Con el gusto personal de ver que el público lo aceptaba y que comenzaba a venderse muy bien, si bien, sin que con ello se ganara el respeto de los autores consolidados.
Fue entonces cuando Cervantes creyó que podría vivir de la literatura. Es más, pensó que, tras el éxito popular, tenía que publicar una obra que le permitiera alcanzar el lugar que se merecía como escritor, así que dedicó todos sus esfuerzos a realizar el texto que estaba convencido de que le permitiría cumplir su sueño: Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Hasta que, con la aparición del Quijote de Avellaneda, que ponía en peligro su legado, se obligó a continuar los capítulos que ya tenía escritos para así ofrecer la que debía ser la verdadera segunda parte. Y así hizo, aunque, desafortunadamente, ya sin tiempo para retomar el su verdadero gran proyecto, pues, en 1616, un año después de la publicación del Quijote, falleció.
Es curioso que el propio Cervantes viera como una obra “menor” la novela que al final le daría lo que durante tantos años estuvo buscando. Quizá porque estuvo demasiado adelantada a su tiempo. Incluso, para su propio autor. De hecho, esa es una de las virtudes de ese libro: su capacidad para amoldarse a los siglos y descubrir, generación tras generación, nuevas virtudes. Porque, al final, el Quijote, tiene vida propia. En gran parte, por esos dos personajes protagonistas, entrañables y distintos, que nos conectan con lo más bello que hay en nosotros y que nos hacen ilusionarnos (aunque uno de ellos, a veces, nos ponga los pies en la tierra). Que nos enseñan a luchar y a continuar aún con todas las incertidumbres y maldades. Y es que, pese a todo lo que vivió Cervantes, que nos podría hacer caer en la tentación de presentarlo como un hombre taciturno y triste, lo cierto es que da una lección de optimismo y lucha que nos permite intuir mucho de su carácter. Y todo, pese a que nunca supiera que iba a convertirse en la principal figura de habla hispana (y quizá, de todas las hablas) de la literatura universal.