Umberto Eco: el pensador que no quiso escribir más best sellers
Hoy se cumplen cinco años desde el fallecimiento de Umberto Eco, Novelista, filósofo, semiólogo, experto en comunicación y uno de los intelectuales más importantes que ha dado Italia. Es, también, el hombre que escribió un best seller, El Nombre de la Rosa, con el que quiso reflejar sus muchas inquietudes y cuya exitosa fórmula no quiso volver a repetir.
Se convirtió tras publicar El Nombre de la Rosa en lo último que jamás hubiera esperado: un escritor de best sellers. Un hombre que, después de varios años dedicado al campo de la filosofía y la literatura, la semiótica y el ensayo, pasaba a ser, de repente, un icono de masas, alguien a quien reconocían por la calle y a quien las televisiones y radios disputaban para hacerle una entrevista. Alguien a quien millones de hombres y mujeres de todo el mundo leían, a toda velocidad, página tras página, deseosos de descubrir quién había sido el causante de los asesinatos de esa abadía en que se desarrollaba toda la trama. Quién, de todos esos personajes sobre los que recaían todas las sospechas, para luego desvanecerse, era el culpable.
Eco había comenzado a escribir su obra en marzo de 1978, cuando tenía 46 años, para, poco después, abandonarla: se sentía perdido en la trama y no sabía cómo adaptar las muchas ideas con que había concebido aquello y que aunaban la filosofía y la experimentación literaria (tiempo después, confesaría que, al elaborarlo, había pensando en un debate realizado por el grupo de Oulipo basado en la idea de que todavía estaba por escribir un libro en el que el asesino fuera el propio lector). Solo un año después, ya más consciente de la profundidad que le quería dotar a su texto, volvió a él, y esta vez, logró su objetivo de conformar un libro que deambulaba entre varios géneros sin flaquear en ninguno. Hasta la trama más sencilla, la detectivesca, era brillante. Pese a que para Eco, en realidad, esta solo fuera una excusa para tratar algunos de los asuntos que le interesaban: la evolución histórica, la construcción de las ideologías y las filosofías, la ruptura con el orden, los determinismos y el papel del poder en la conciencia social. Poco después los derechos de la obra se venderían a Hollywood y se hizo una película, dirigida por Jean-Jacques Annaud, que contó con un Sean Connery en estado de gracia, que renovó, con más fuerza, la fama de Eco.
En otro autor aquel éxito hubiera implicado una responsabilidad: volver a escribir una obra que lograra mantener el interés que la primera había despertado. Pero Umberto Eco no demostró nunca tener esa intención. Desde que se licenciara en Filosofía en 1954 por la Universidad de Turín había demostrado que, ante todo, era un hombre que se interesaba por los aspectos de la cultura humana. Su primer libro, de 1956, lo había dedicado a la estética de Santo Tomás de Aquino, y luego había escrito Obra abierta (1962), en que había analizado distintos textos desde la perspectiva del estructuralismo. Y, tras estos, hubo muchos más, entre ellos, Lector in fábula (1979), un ensayo que llevaba el subtítulo de “La cooperación interpretativa en el texto narrativo” y que destacamos porque precisamente lo publicó a la par que estaba escribiendo El Nombre de la Rosa.
En otro autor aquel éxito hubiera implicado una responsabilidad: volver a escribir una obra que lograra mantener el interés que la primera había despertado. Pero Umberto Eco no demostró nunca tener esa intención.
Había pues, dos caminos que podía seguir el italiano: repetir la fórmula del éxito o seguir fiel a sus orígenes. Y optó por la segunda opción. Así, El péndulo de Foucault, de 1988, la novela que publicó a continuación, es una obra que le sirvió de respuesta a las presiones y ansias comerciales. Con ella buscó hacer una crítica al esoterismo y a los escritores que lo practicaban, así como a su método de investigación basado en analogías. Y, si quedaba alguna duda de sus intenciones, las despejó con su tercera novela, La isla del día de antes, en donde hizo un texto de densa lectura y pocas concesiones que demostró que lo último que buscaba su autor era escribir algo que se pudiera traducir fácilmente al lenguaje del cine.
Luego, siguieron otras novelas, como Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004), El Cementerio de Praga (2010) y Número cero (2015), en que se mantuvo fiel a sus ideas. Y un buen número de ensayos, artículos y libros con los que dio rienda suelta a sus inquietudes y a su constante deseo de dialogar en torno a las creencias y hechos del hombre; adentrándose además en su cultura y en todas sus manifestaciones, por nimias que parecieran. Así, trató asuntos tan variopintos como la filosofía de Santo Tomás de Aquino, la televisión, la semiótica, el lenguaje, el cómic o las redes sociales. Porque, decía, todo influía en el ser humano. En el camino, dejó algunas discusiones y polémicas, algunas frases descontextualizadas y demasiado incisivas, y una necesidad de no renunciar a su condición de “zoon politikon”, también, en sus últimos años, en que se posicionó abiertamente en contra de las actitudes de Silvio Berlusconi.
Cinco años después de su muerte, es justo recordar a quien supo transitar tantos caminos y dejar un legado tan personal; para los escritores, para los pensadores, para los críticos… para todos sus lectores. Porque, para él, los libros y el conocimiento del pasado eran la única forma de acercarse a la inmortalidad, pues permitía a los hombres y mujeres vivir muchas vidas. “Quien no lee –escribió- tiene solo su vida, y os aseguro que es poquísimo”. En cambio, aseguraba, quien leía recordaría “haber cruzado el Rubicón con Julio César, haber combatido en Waterloo con Napoleón, haber viajado con Gulliver y haber encontrado enanos y gigantes".