La utopía está en los libros: la búsqueda de Ray Bradbury en 'Fahrenheit 451'
Ray Bradbury creó su gran Fahrenheit 451 en el sótano de una biblioteca, con una máquina de escribir alquilada en la que debía insertar diez centavos cada media hora para que funcionase. Entonces tenía treinta años, estaba casado y su situación económica no le permitía más lujos. Y, sin embargo, allí logró escribir un texto que se convirtió en una obra maestra de la literatura y que le hizo recibir los elogios de hombres como Aldous Huxley o Jorge Luis Borges. Hoy, con motivo del aniversario del nacimiento de Bradbury, hablamos de ella.
“No podía ir a la universidad, así que fui a la biblioteca tres días a la semana durante 10 años”. Así explicaba Ray Bradbury el método con el que se había forjado como escritor: asistiendo de forma intensiva a las bibliotecas de las localidades en que residió. Primero, la de Waukegan, su población natal, luego, las de Tucson, y finalmente, las de Los Ángeles, la ciudad a la que su padre llegó en 1934 con tan solo 40 dólares en el bolsillo y a sabiendas de que su maltrecha economía no auguraba un futuro de grandes estudios para su hijo.
Claro, que Bradbury nunca pensó que para ser un escritor hiciese falta estudiar. Lo que realmente hacía falta, pensaba, era práctica. Y por eso, cuando apenas era adolescente se impuso una tarea: debía escribir mil palabras cada día. Porque, como señalaría años tarde, pensaba que si hacía un relato, como mínimo, a la semana, alguno de los 52 que crearía por año resultaría bueno. A veces, incluso, los escribía durante sus jornadas de lectura en la biblioteca, en esos pequeños papeles que el centro ponía a disposición del público y que él rellenaba uno tras otro con sus ideas. Y así, hasta que en 1938, con 18 años (a la par que comenzaba a trabajar como vendedor de periódicos), logró que le publicaran el primero.
Con tales antecedentes se entiende mejor que Bradbury diera a los libros el protagonismo de su primera novela, Fahrenheit 451, que publicó en 1953, tan solo tres años después de que aparecieran los relatos de su clásico Crónicas marcianas. Y todo, bajo una pobre situación económica que se había hecho más difícil tras el nacimiento de sus primeras hijas. De allí que no escribiera esta novela en un cómodo salón o una oficina, sino en el sótano de (precisamente) una biblioteca en la que se alquilaban máquinas de escribir a diez centavos la media hora. De este modo, fue construyendo la historia de Montag, un “bombero” que vivía en una sociedad distópica en la que los libros estaban prohibidos y que acababa rebelándose contra la orden que el gobierno le había dado de quemar todos los ejemplares que encontrara. Mensaje este, por otra parte, que tenía mucho que ver con el tiempo que los Estados Unidos estaban viviendo, y no solo porque fuera el de McCarthy y su caza de brujas, también porque entonces llegaba la televisión a los hogares del país, algo que a Ray desagradó porque consideró que aquel nuevo invento era un obstáculo para que las familias se comunicasen.
Así escribió Bradbury; con el frenesí y la emoción de quien pensaba que estaba tecleando algo nuevo y original y con el deseo de incluir en la prosa algunas dosis de poesía. Y el resultado fue uno de los más bellos alegatos a favor de la literatura que se ha hecho, además de un homenaje a ese constante deambular por las bibliotecas que le había caracterizado desde la infancia. Pero, también, un texto en el que buscaba defender las esencias del ser humano y los rasgos que le diferenciaban de las demás especies: su interés por la belleza, su forma de amar y su capacidad para las artes.
Bradbury se llevó por esta obra los halagos de autores tan importantes como Aldous Huxley, Bertrand Russell o Jorge Luis Borges, y logró inspirar con ella a varias generaciones de escritores, especialmente, dentro del ámbito de la ciencia-ficción, pese a que él nunca se sintió cómodo cuando vinculaban a su obra con este género. De hecho, él prefería que le consideraran como un escritor de fantasías. Su literatura de sentimientos, a su parecer, casaba mejor en esa definición, porque él no estaba interesado en predecir el futuro o interrogarse hasta dónde podía llegar la tecnología humana. Es más: a él le aterraba que algunas de sus historias se cumpliesen porque lo que buscaba era concienciar a la gente para que retornase a las cosas sencillas y a las emociones. De allí que cuando tiempo después asistiera a la consolidación de Internet, la prensa digital y las redes sociales se mostrara tan contrariado y asegurara que pronto el mundo se cansaría de las pantallas y de los medios de comunicación virtuales y regresaría al papel.
Murió en 2012, a pocas semanas de cumplir los 92 años, y tras haber dejado como legado numerosos libros de relatos, diez novelas, algunas obras de teatro, numerosas poesías y el guion de la adaptación cinematográfica de Moby Dick. Y es que hasta sus últimos años siguió creando. Con esa disciplina puntual que le llevaba a escribir sus mil palabras diarias, consciente de que no había cesado el caudal de su fantasía y que con ello podría evadirse de las dificultades de la vida y de la edad. Y, también, con el deseo de que sus obras pudieran seguir ayudando a hacer del mundo un lugar mejor. Y es que, como escribió en el prefacio de Fahrenheit: “si hacemos de la calidad una responsabilidad compartida, si nos aseguramos de que al cumplir los seis años cualquier niño en cualquier país puede disponer de una biblioteca y aprender casi por osmosis; entonces las cifras de drogados, bandas callejeras, violaciones y asesinatos se reducirán casi a cero”.
Así fue el humanista Ray Bradbury. Un hombre que creía que la utopía podría llegar, algún día, a través de los libros.