‘Dile a Juan que no me olvide’: el desesperado mensaje de amor hallado en un monasterio medieval
En la capilla de San Miguel del monasterio de Pedralbes (Cataluña) hay una serie de murales que, por su calidad artística, están entre lo mejor del gótico español. Sin embargo, en ellos hay algo que llama la atención de los visitantes: un desesperado graffiti de amor que alguien grabó allí en el año 1415. Y que, inevitablemente, despierta nuestra imaginación.
Todo se inició cuando en 1343 Francesca Saportella, abadesa del monasterio de Pedralbes, en Barcelona, decidió encargar al pintor Ferrer Balsa la realización de 25 pinturas murales para la capilla de San Miguel. Allí tenía ella su celda de oración privada y deseaba decorarla con escenas de la Pasión de Cristo, los Sietes gozos de María y algunos retratos de santos. Y así se hizo. En 240 días se completó la tarea y el resultado llamó la atención: pasó a ser una de las más bellas capillas góticas del territorio.
Tiempo después aquel lugar perdió sus funciones y se convirtió en archivo. Y los muebles taparon las pinturas hasta que en el siglo XIX, alguien descubrió el tesoro y se apresuró a avisar a los dueños del lugar. Y vieron todos, con sorpresa, el extraordinario estado de conservación de las pinturas.
Había, sin embargo, un detalle que llamó la atención. Más aún cuando se tuvo en cuenta que el monasterio había pertenecido a una orden de monjas de clausura y, por tanto, estas no tenían la posibilidad de conocer el mundo que había más allá de los portones: en el fresco dedicado a San Francisco y Santa Clara alguien, rompiendo el armonioso conjunto, había grabado un texto en donde, en catalán antiguo y con letras góticas, podía leerse lo siguiente:
“Nomoblide/diguila a Johan” (“Dile a Juan/que no me olvide”).
Detalle: "nomoblide/diguila a Johan"
Además, debajo, podía leerse perfectamente la fecha del graffiti: un 3 de septiembre de 1415, esto es, 70 años después del fin de la obra. Y ya no fue posible averiguar nada más. Aunque todos tuvieron claro que, dada la naturaleza de los monasterios de clausura, lo más probable era que la autora perteneciera al mundo religioso y, consciente del significado de ese fresco, lo eligiera para expresar sus sentimientos. No en vano, según la tradición, san Francisco y santa Clara era una pareja de enamorados.
Sabiendo esto, es imposible no hacerse hoy preguntas. ¿Cómo es posible que una persona encerrada se atreviera a dañar un mural tan importante para expresar sus sentimientos de un modo tan público? ¿Estaríamos ante el grito desesperado de una monja enamorada? ¿Alguien a quien apartaron de su amante, quizá, por el deseo de sus padres? (recordemos que los progenitores solían destinar altas cantidades de dinero para llevar a sus hijas a estos centros). ¿O fue obra de uno de los capellanes que, como casos excepcionales, podían pasear por aquel lugar? O, llevando el caso más allá, ¿estaríamos ante una maternidad secreta y el tal Juan era el hijo de la autora? Y, finalmente, ¿el destinatario de este mensaje tuvo la oportunidad de leerlo?
No lo sabemos. Fuera como fuese, allí quedó el texto, con su secreto, siglo tras siglo, hasta acabar integrándose en la propia obra de arte. Como muestra de un momento de la vida de alguien anónimo que, inesperadamente, dejó un mensaje para los siglos futuros. También, como muestra de que, aunque hayamos estudiado a los grandes personajes, ignoramos la mayoría de esas pequeñas historias del pasado. Aunque, de vez en cuando, surjan descubrimientos que nos permitan conectar con las voces silenciosas del pasado. Y comprobar cuánto nos parecemos, pese al paso del tiempo, unos y otros.